CARLOS ALBERTO PALOMINO, PINTOR PANAMEÑO

Manuel López, interpretando al Rey Poeta Nezahualcoyotl, foto de Francisco Segura

CARLOS ALBERTO PALOMINO

Iván Romero, o Ramón Oviero (por cierto, fallecido hace poco), Carlos Alberto Palomino y más tarde Manuel Ballard y Jaramillo Levi, eran los panameños, parte fraternal del grupo que formábamos los escritores del suplemento cultural (Revista Mexicana de Cultura) del diario El Nacional, allá a fines de la década de los ’60.

Fue, además, Oviero, que había publicado entonces dos pequeños poemarios, quien llevó un sábado de los habituales en que nos reuníamos con euforia dionisíaca en la cantina El Palacio a su amigo, paisano y pintor, Carlos Alberto Palomino. Chaparrito pero “tlayudo” como calificamos los del Sur a los de condición fortachona, y negrito, pero bien negrito, era un parlanchín sin medida con una amplia sonrisa que casi siempre devenía en carcajada estentórea tras uno de sus peculiares chistes. Palomino, así fue rapidamente bien recibido a nuestras reuniones sabatinas que, aquí sí siempre, terminaban en largas y tremendas borracheras, si no es que se extendían durante días. Fue la época en que, a los escrritores Alfredo Cardona Peña, Otto Raúl González, Raúl Leyva, Jesús Arellano (autor de poemas, quizá de las primeras experiencias computacionales en este sentido, dibujados que llamó “poelectrones”), Xorge del Campo, Gerardo de la Torre, Jesús Luis Benítez, Manuel Blanco, Raúl Cáceres, Salvador Camelo, Dionisio Morales, se habían sumado los que llamamos el bloque de choque de nuestro batallón de la muerte, los dos Mauricio Flores, Mario Santana (su hermano Carlos sí era periodista), “El Pato” y otros que sin ser escritores, sino meros vagos borrachos, se volvieron mediante la amistad y la lucha política (pues ellos, como varios de los que escribían, pertenecían al Partido Comunista) parte sustancial de nuestra vida cultural y cotidiana.

Después confirmé que la recomendación de Ramón sobre las excelencias de la pintura de Palomino, no eran solamente “palabras de amigo”.

Pintura, a todas luces, completa y sin adjetivos engañosos, pero difícil, tanto por el exhorbitado despliegue de cualidades en su factura técnica,como por el tema tan particular y a su vez tan colectivo que eligió para representar lo mejor de sus necesidades de expresión. O, quizá sería más preciso decir, las necesidades de expresión de su conciencia solidaria con lo esencialmente humano, sobre todo lo humano en su condición trágica.

El mundo que lo rodeaba, el de lo bueno y el de lo malo, el de la explotación y el del trabajo, el del egoísmo lucrador y el de la solidaridad de los desposeídos, el de la riqueza y el de la necesidad, el de la alegría y el del sufrimiento, el del hambre y el del hartazgo, el de la miseria y el de la opulencia, el de la “gente” y la “no-gente”, con la elegía por encima de todo de la concurrencia gregaria denominada “pueblo”. De allí que su pintura tenía en su mira de forma inevitable el trasunto a la visualización plástica de la crítica social y, por supuesto, política.

Algo que las buenas conciencias naturalmente, no soportan, y mucho menos si la tienen colgada sobre sus cabezas, en la sala, el comedor o la recámara. Debido a esto y, hasta donde recuerdo, las ventas de su obra siempre fueron mínimas, y su situación vivencial como es lógico, era la de cotidiana penuria en nuestro país, que un día al fin abandonó con exiguos recursos materiales pero bastante gloria y el titipuchal de amigos que no lo olvidamos.