MUJER DE MAGIA VERDE, cuento

MUJER DE MAGIA VERDE

Cuento por Gonzalo Martré

Por la tarde recibí telegrama de los Navarro. Anuncian su visita para esta noche, desean pasar la navidad con nosotros. Estoy desconcertado, es tanto como oír de nuevo los aullidos de los perros del diablo. No esperaba noticias suyas, pensé inclusive en un distanciamiento definitivo y helos aquí, a unas cuantas horas, con sus vestidos de sangre y barro. Supongo que lo pasado entre los tres y yo ha perdido importancia. ¿Y si traen aviesas intenciones? ¿Cómo recibirá mi esposa la novedad? ¿Si no les abrimos? Sería descortés. Esperaré a los Navarro afrontando las consecuencias. Mi esposa comprenderá, presiento que me encuentro en las coordenadas de una dimensión sombría. Los Navarro… ¡extraña gente!.

Conocí por casualidad a los Navarro, en Tlaquepaque, cuando curioseaba por el Parián, en plan de turista, hurgando entre las artesanías de vidrio, cerámica y barro. De pronto me abordó una señora de aspecto dudoso; habló en un susurro de las maravillas de vidrio fabricadas por su hermano ciego modelando al tacto. Añadió que el artesano era ciego de nacimiento y por lo tanto sus creaciones cobraban una fantasía inverosímil. Tan pronto notó mi interés por los objetos raros, le fue fácil convencerme y acepté acompañarla a su domicilio. Habló de piezas únicas. La seguí, no sin cierta aprehensión. La señora, vestida de negro con lentejuelas doradas, cubría su rostro con un velo pardo; me condujo por las callejuelas empedradas más estrechas de Tlaquepaque, población que de pronto me pareció circunferida al área por donde nos movíamos.

Las doce del día: el sol alumbraba con brillantez calcinando aquella calle sola, extraordinariamente solitaria. No vi un solo perro. No sentí el más leve soplo de aire. Nadie, nada, ni las trizas de un mísero papel.

-Por aquí, señor -indicó la mujer cuando abría el portón negro. Entramos en un patio cuadrado de piso de mosaico muy limpio, reluciente, cruzado por dibujos extraños, como cabalísticos, como de relojería cósmica. La señora se quitó el velo: era un típica tapatía guapa de ojos verdosos, tez blanca, pelo castaño, aire de franqueza. Me senté en un equipal, inquieto, nervioso.

-Veré si mi hermano ya se encuentra trabajando. Mientras le prepararé también un refresco de arrayán. Hace calor y usted debe tener sed.

Callé, encendí un cigarro. Después una sirvienta trajo dos vasos y una jarra conteniendo el refresco. Me llamó la atención su juventud, el cuerpo bien hecho y su labio leporino; pensé en lo caprichoso de la naturaleza, concedía a una mujer encantos vestales y los anulaba con aquella deformación repugnante.
-Gagiene gu gegesco –dijo la gangosa y puso el vaso en una mesita a mi alcance. Agradecí y volvió al interior de la casa contoneándose sabrosamente; por detrás era un bocado apetecible. La dama enlutada regresó y se acomodó en otro equipal.
-Me llamo Carmen Navarro – se presentó y mientras hablaba colmó mi vaso de refresco-. Mi esposo se encuentra fuera de casa, tal vez no tarde mucho.

Bebimos dos grandes vasos de granuloso y helado arrayán. En seguida expresé mis deseos de ver los trabajos de su hermano ciego. Aparentó no haber escuchado mi petición y alabó largamente las pequeñas obras maestras de su hermano:
-En vida del difunto Kennedy, mi hermano hizo varias estatuillas de gnomos irlandeses para la Casa Blanca. Precisamente, la víspera de su muerte las recibió pero no tuvo tiempo de donarlas, quedaron en casa y su viuda las regaló meses después a su cuñado Bob. Me las pagaron muy bien.

Muchos personajes famosos han tenido en su poder las obras de mi hermano, dése una idea; los soviéticos encontraron un pegaso nuestro, en el bunker de la cancillería donde Hitler y Eva Braun murieron. En la tumba de Stalin estuvo una medusa, pero ésta desapareció cuando empezó la destalinización de la URSS. Don Porfirio, fíjese usted, compró en 1908 un lotecillo de lémures guindrirrojos y los llevó a Francia en el Ipiranga. ¡Pero si a Obregón, la mañana de su asesinato, el gobernador de Jalisco le obsequió un anillo de oro con un cangrejo azul, fabricado en esta casa!; viera cómo se alegró mi general cuando se lo puso en su única mano. La lista de gente célebre es larga: ahí verá al señor Malcolm X, él encargó un gran fetiche que sirviera de distintivo a sus hermanos los Muslines Negros. Mi hermano, el pobre cieguito, les hizo un Señor de las Tinieblas, Astaroth de vidrio negro ¡impresionante! Nunca le dieron el pago completo, porque antes de que Mr. Malcolm X le girara el cheque convenido, ¡mataron al señor Malcolm X! Con alarmante frecuencia los clientes no pagan la segunda parte de sus objetos. Muchas veces los devuelven o los recogemos. Es una colección preciosa, le parecerá interesante. Por lo menos se llevará una figura.

Después de oir aquella sarta de tragedias y desgracias acaecidas a los poseedores de esos objetos quizá bellos pero de presagios aciagos y acontecimientos ominosos, decliné en mi interior el dudosísimo privilegio de llevarme uno; es más, me sentí acuciado por la urgencia de alejarme a la menor oportunidad de esas casa misteriosa.

De nuevo apareció la cucha; preguntó si se ofrecía algo. La señora negó.
-No Débora, nada para mí ¿usted?
Se adelantó y dijo maliciosamente leyendo mis pensamientos:
-Quizá usted desea ver desnuda a Débora, tiene un cuerpo bellísimo. Cuando mi hermano ciego quiere moldear a Perséfone, Helena o Dafne, recorre el cuerpo de Débora con sus dedos y lo reproduce en cristal. Débora, muéstrale tu cuerpo al señor.

La orden me cayó de sorpresa por lo atinada. La chica se sacó el suéter y en dos movimientos sincronizados se despojó de la falda. Bueno, el cuerpo era bellísimo, sin embargo la piel tenía un color verde opaco, a veces verde como el maguey, a momentos dorada, tornasol. Puntos dorados y verdes. La miré bien. Sus manos, brazos y cara momentos antes de color natural, también eran verdidorados.

La señora Navarro acertó otra vez a mis deseos:
-Débora, siéntate en las piernas del señor.

La chica no se hizo repetir la orden, en dos saltos estuvo sentada en mis piernas. Esperaba ver agrietarse aquella rara pintura verde en los pliegues de las articulaciones y al mirar debajo, jirones de epidermis. Nada de eso. Rasqué con la uña y no pude desprender ni un milímetro cuadrado. De pronto apareció el señor Navarro como salido de la nada. Vestía modestamente, sonrió y me saludó. Débora hizo un nervioso intento de separarse, pero el señor Navarro la contuvo:
-Sigue ahí, Débora, no te preocupes.

El preocupado era yo, la situación me parecía confusa y peligrosa; el señor Navarro sonrió con humildad, dijo:
-De modo que usted viene a ver los tapices tejidos por mi cuñado el manco.

Pensé haber oído mal. La presencia de la imperfecta diosa verde me sobresaltaba. Le pregunté si se confundía. Doña Carmen explicó apresuradamente:
-Viene a ver a mi hermano ciego el soplador de vidrio.

El señor Navarro sonrió otra vez.

-Desde luego, eso dije, tu hermano ciego.
Doña Carmen repitió:
-Naturalmente, mi hermano el ciego –y me hice un lío, porque pregunté si su hermano era también griego
-Como usted sabe, tengo un hermano ciego.

-Efectivamente, mi esposa tiene un hermano ciego.

La señora se levantó de su equipal, se situó en el centro del patio y dándonos la espalda se agachó subiéndose la orilla del vestido hasta la cabeza. No traía nada abajo. El acto era sorprendente, pero más aún su trasero de color azul, de intenso azul.

Una pesada nube negra ensombreció el patio, la huída de la luz entenebreció el aspecto de toda la casa. Sentí un escalofrío y la piel se me puso chinita, tiritando entré al reino de la oscuridad. ¿Saldría de él?
-Sé que Débora no es de su completo agrado. Sin embargo, no soy tan vieja y tengo un trasero azul. Pocas mujeres en el mundo poseen un trasero azul.

Convine en la singularidad de su trasero. Débora se levantó y sirvió otra porción de refresco. El señor Navarro sugirió que entráramos a ver al hermano ciego. Marchó adelante y Carmen murmuró:
-Pórtese bien y le permitiré acostarse conmigo esta misma noche, si así lo desea.

Sonreí asintiendo compulsivamente y después de cruzar el dintel, la puerta se cerró sola tras de nosotros. Estábamos en un calabozo sin ventanas ni tragaluz, alumbrado tan sólo por el chorro azul del soplete de gas utilizado para reblandecer el vidrio. Esa luminosidad era insuficiente –las sombras reptaban por su espacio vital-, su pálido reflejo prestaba a nuestras caras un aspecto cadavérico aumentado por las fluctuaciones del soplete azul al ser manipulado por el artista ciego quien parecía esperar nuestra llegada. Le pedí un marlín. El artista tomó un trozo cilíndrico de vidrio y lo acercó a la flama, al contacto con el sílice se reflejaron tonalidades anaranjadas en las córneas sin vida de aquellos ojos hundidos. Sobre la materia incandescente y blanda, sirviéndose de un estique de hierro moldeó la figura solicitada. Me presentó la pieza, vi un informe pedazo de vidrio desemejante a cualquier animal marino, incluyendo a los peces abisales. Carmen me impidió el cáustico comentario:
-¡Maravilloso marlin! –exclamó contemplando el pegote.
-Extraordinario –resopló el señor Navarro-. ¿Qué le parece?
-No encuentro la similitud –musité tímidamente temiendo herir la susceptibilidad de la familia.
-En el mundo de Jimi –explicó Carmen-, los marlines se ven así.

El señor Navarro intervino:
-Jimi le hará ahora una cerasta.
El bueno de Jimi chapuceó meramente y me presentó otra masa amorfa. Los cuatro estaban pendientes de mis palabras. La verde Débora me consumía con la mirada, los ojos de Carmen eran azules y atravesando su falda el azul fluorescente de su trasero vibraba con suavidad. Los ojos del señor Navarro despedían destellos malvados, tuve presagios funestos. El ciego sonreía en espera de mis alabanzas:
-¡Farsante! –grité enfurecido y tomé a Jimi del pelo acercándole la cara al soplete. Hubo chasquidos fritosos de bisté en las brasas, humo y olor de carne al carbón. Se me abrió el apetito. Empujé la cara de Jimi dándole vueltas para conseguir un asado uniforme. Jimi se entregaba al sacrificio sin chistar, sin defenderse. La cabeza quedó a punto. Convertimos la pedacería de vidrio en toscos instrumentos de mesa. Cada quién desagarró un trozo de su lugar preferido. Débora comió los ojos, Carmen devoró las orejas, Navarro y yo, ambos de los mismos gustos, engullimos los cachetes. ¡Me matan los tacos de cachete! Cuando terminamos de canibalear, Carmen me ordenó:
-Llévese el marlín y la cerasta.

Las puso en mi mano. Pese a la densa oscuridad las vi y eran dos bellas réplicas del pez y el ofidio. Débora se acercó:
-No las conserve -ya no gangoseaba-, regálelas antes de veinticuatro horas.
Carmen, siempre atenta, apretándome el brazo me aconsejó:
-Regálelas a sus seres queridos.
Los tres se echaron a reír. Salimos al patio, ya oscuro. Me encontraba en la mejor disposición del mundo. Eructé sin querer. Navarro percibió el ruido gástrico y comentó:
-¿Qué hará el pobre de Jimi? –luego se echó a llorar. Las lágrimas lo corroían, surcaban sus mejillas dejándole grandes huellas rojizas y purulentas. A su contacto se deshacían la camisa, pantalón y hasta la epidermis; al llegar al hueso subía un humillo blanco. Aquel fluido consumió el cuerpo ahí en el patio, convirtiéndolo en una baba viscosa y protoplásmica, transparente e inodora, la cual escurrió por el declive del mosaico hasta desaparecer en la atarjea. ¿Estaría soñando? Una voz me regresó a la realidad:
-Llévese a Débora –mandó Carmen.
¿Qué hacer con una chica de piel verde, en qué hotel nos admitirían, dónde la podrían tolerar?. Maquinalmente me serví otro vaso de agua de arrayán, el agua era roja y tenía el olor y la consistencia de la sangre. Hice una mueca de repulsión, al verla, Carmen dijo:
-Toma tu arrayán-. Alcé el vaso y cierto, era agua de arrayán. Dulce, agridulce, apuré el contenido. Salimos Débora y yo. La calle continuaba desierta y ahora sumida en sombras espesas y opresoras.

Llegamos al Parián. La desnudez y color de Débora pasaron inadvertidos. Nadie lo comentó, ni el chofer del taxi. Ni el administrador del Hotel Fénix de Guadalajara, ni los mozos, ni los elevadoristas. La registré como mi esposa. Aceptaron sin chistar.

Ella resultó ardiente. Hacemos el amor todas las noches. Su excepcional periodo de gestación es tan sólo de cuatro horas, pero Débora, como Saturno, devora a sus hijos al amanecer. Es su dieta. Un niño diario. Lo come crudo o lo guisa en diferentes formas. Me ofrecía pero rehusé por elemental decencia. Quise dejarla y no lo conseguí. Su modo de hacer el amor es subyugante. La locura es mi cárcel.

Una ocasión le robé un niño (todos son normales, se parecen a mí) y lo conduje al sanatorio particular de un amigo. Así creía burlarla. Al día siguiente parió mellizos y los cocinó en estofado, con pasitas y alcaparras.

Débora tiene ahora mellizos todos los días, uno verde y otro de color natural.

Hemos solucionado la pequeña diferencia surgida entre nosotros: ella come el rosado y yo el verde. En tortas ahogadas con chipotle y aguacate son exquisitos, sin embargo, lamento el fin de la estirpe deboriana, con este apetito insaciable jamás podremos perpetuarla.

Actualmente formamos una pareja feliz. El marlín y la cerasta adornan la chimenea de nuestro dulce hogar.

Disculpen, los dejo, los Navarro llaman a la puerta. Voy a abrirles