LA BELLA PROVINCIANA, cuento

La bella provinciana

Cuento por Gonzalo Martré

“Álamo Blanco” percibía un lento cambio de ánimo en sí mismo desde hacía pocas semanas; con fuerza persuasiva avasallaba su rotundez de varón sencillo, sin complicaciones, sin sueños inquietantes, sin sorpresas estremecedoras.

Se puso sus pantalones de piel.
La causa, lejos de ser un misterio, era palpable; poseía manos cálidas, un aroma intenso a huele de noche, cabellera ondulante, sangre encendida, ojos verde esmeralda y voz cantarina.

Se ajustó su chazarilla de gamuza.
Mujer alas de mariposa, hojas de primavera, roseta del alma, código íntimo. ¡Ay!, perspectiva lejana, realidad paralizada por el tiempo, lejanía angustiosa. Tanto más lejana y angustiosa como cuanto más cerca la tenía.
Calzó sus botas de piel de venado.
Semanas de inquietud sentimental y tortura obsesiva. Distorsionamiento de la realidad. Imposibilidad de esa cotidianez quemante. Apremio de romper el espejo de agua que refleja las ilusiones fallidas. ¡Acción urgente.!
Se caló su sombrero tejano legítimo.
¡Sí, acción! No más minutos aletargados, no más autovituperios internos. “Álamo Blanco” no era un pensador en reposo, era hombre de acción.
Su atuendo de lujo estaría incompleto sin su arma favorita: un revólver .45
Vino desde Sonora al Distrito Federal en compañía de “Peña Roja”, su compadre de grado. Engalllados centinelas del gobernador fueron cedidos –acto de cortesía servil- al presidente que los había elogiado por su puntería perfecta con arma de fuego en campo de prácticas.
A mitad del siglo, un año completo cumplían como vigías del mandatario. “Álamo Blanco” despertaba todos los días rodeado de ventanas asfixiadas por la soledad. “Peña Roja” y su esposa anhelando el fin del sexenio para regresar a Cajeme.
Un águila mordió una nube y los jirones se le atragantaron en la garganta. ¿A qué prolongar más la quemadura de ese amor atisbado, de esa pasión? ¡Pediría la mano anhelada ese día! Eso era acción.
Cuando salió a la calle el cielo se enmanteló con banquetes de floreros derramando dalias rojas y pareció más cercano, algo más bajo, como descendiendo a rastras sobre su figura bizarra.
Obcecada melancolía. ¿Cómo vivir sin ella?
Enfiló hacia la calle para ir a la casa de “Peña Roja”, con quien hacía una pareja temible: eran los mejores pistoleros de estilo yaqui, especialidad que consistía en disparar desde la cadera, sin desenfundar el arma, con puntería mortífera.
Se había hecho costumbre que esos hombres de estampa imponente se reunieran en casa de “Peña Roja” para comer machaca con huevo y burritas de camarones copiosamente regadas con mezcal “Bacanora”, comelitones servidos por su comadre una vez por semana.
Hacía un mes que “Álamo Blanco”, de suyo hablantín y echador permanecía taciturno en aquellas reuniones. “Peña Roja” barruntaba aquel cambio de carácter como causado por alguna mujer ladina pero, si su amigo y compadre (le había bautizado a su único chilpayate), no deseaba entrar en confidencias, prefería no inmiscuirse en su vida.
En vez de caballo subió a uno de los incontables “Packard” de su señor y marchó atrapado en el río de la tersa piel translúcida, ausencia mordaza de su frenesí.
“Peña Roja”, su esposa e hijo vivían en una casita bardeada en las calles de Mérida: celoso sicópata, impedía que su señora hiciera amistad con las desconocidas mujeres capitalinas cuya fama de casquivanas llegaba a través de las películas y las radionovelas hasta lo más recóndito de Cajeme, su terruño. Ella hacía vida de enclaustramiento encantado perdido en el ocre del tiempo.
Estacionó el auto oficial frente al domicilio de su compadre, quien quedó sorprendido del aspecto dominguero:
-Pos qué es hoy día de su cumpleaños, huerco? ¿Por qué no me avisó pa’pedirle medio venado a mi gente del pueblo? ¿Ora como lo agasajo?
La franqueza diáfana del compadre inhibió un poco a “Álamo Blanco”, quien no supo cómo comenzar a describir la turbulencia oscura del asunto que lo traía tan desazonado:
-Pos…este…mire compadre, santo mío, no es, ni tampoco mi cumpleaños, es que vengo a un asunto…un asunto…
“Peña Roja” abrió los brazos y el agua mansa de la amistad antigua corrió entre ellos.
¿Y qué hace ahí paradote como si nunca hubiera entrado a su humilde casa? ¡Ándele, jálele pa’dentro! Ya me dirá de que se trata.
La esposa salió al encuentro del compadre y permitió retener la mano medio segundo más de lo estipulado por las reglas de etiqueta yaqui, correspondiendo al leve roce con una sonrisa cálida.
-No lo esperábamos hoy, compadre –dijo ella.
El mundo se abrió a las doce del día y eso ameritaba un trago de “Bacanora” ardiente que ella arrimó con diligencia. Los dos hombres tomaron asiento en el pequeño comedor, “Álamo Blanco” se quitó el tejano y la comadre se apresuró a recogerlo:
–¿Y qué pues? –preguntó amistosamente el compadre-. Antes que nada salucita –dijo a modo de preámbulo, sirviendo de una botella sin marca. Ambos machos norteños apuraron hasta la última gota del fuerte mezcal de Bacanora. Un río de fuego bajó por sus gargantas hechas de amianto texturado.
Pos me trae un asunto de mucha gravedad, compadre –dijo “Álamo Blanco”, sin esperar interpelación-; figúrese que me quiero casar, y vengo a verlo, porque, ¡usted es el único que me puede ayudar en esto!.
El compadre sonrió y la comadre torció la naricita fina, sorprendida por aquella confesión. Cortó un queso. Como diapasón frenético, vibrantes trémolos los negros cabellos húmedos, se encontraba yendo y viniendo entre el comedor y la cocina, haciendo como que hacía algo sin efectuar nada importante en realidad. Pretexto para escuchar mejor a los hombres:
-¿Ya tiene novia pues? –preguntó sonriendo el compadre.
“Álamo Blanco” comenzó a liar un cigarro de hoja de maíz, evitando ver a los ojos del compadre; batiéndose entre purulencias del alma y ahogado en hiel, confesó:
-Pos como tenerla, tenerla, no –musitó.
“Peña Roja” le buscó la cara y susurró, acosándolo:
-¿Ni siquiera a vistas?
La operación de liar el cigarro era tan lenta como el reptar de cuatro boas, cuatro palabras perseguidas:
-Pos a vistas, sí.
El compadre inquirió, socarrón:
-¿Es de Sonora?
El tabaco escapaba por una punta y el novio, argonauta en medio del desierto, náufrago del deseo, trató de retenerlo, sin quitar la atención de las escurridizas briznas pero sin dejar de oír al compadre:
-¿De dónde más había de ser?
Los labios de “Peña Roja” emitieron aullidos a la luna:
-¿Guapa?
Finalmente quedó bien liado el cigarro. Los dedos de “Álamo Blanco” buscaron los fósforos en la sombra de sus bolsillos hasta hallarlos, entonces respondió con el mismo timbre, pero al fin eco:
-Como la que más.
La comadre, pétalo rozagante de la flor curiosa derramada de savia, hizo su aparición arrimándoles otro platito con queso fresco.
-¿Y cuándo nos las presenta? -requirió “Peña Roja” antes de que ella se retirara.
Al fin “Álamo Blanco” levantó la cara, dio una primera fumada, y antes de contestar se produjo un silencio corto, claroscuro de la conciencia. Las palabras se escurrieron opacas:
-Pos ustedes ya la conocen.
En la cara de la comadre se reflejó la inquietud de un confín a otro de sus ojos; en la del compadre, un soplo de extrañeza íntima:
-¿Qué yo la conozco? Ah, déjeme ver, déjeme recordar. Oiga no…pos no por más que le hago. ¿Vive en México?
-Aquí mero.
A “Peña Roja”, el pasmo, sol de mediodía, no le dejaba ver la luna pálida:
-Me desconcierta, compadre; así como usted dice, no recuerdo a ninguna soltera.
-Pos es que esta huerca no es soltera –confesó “Álamo Blanco” aplastando en el cenicero el cigarrillo que tanto le había costado liar, sin saborear casi la primera chupada por tener en la boca seca el peso de la eternidad.
-Mire nomás compadre. Con marido y todo –comentó “Peña Roja” con un matiz clavado de sorna.
El diálogo fluía lento, obstruido por bloques de silencio que se levantaban como corazas, como armadura que rechazara las palabras de “Álamo Blanco”, en su corazón el reflejo íntimo de un sol en ocaso:
Pos el amor no se fija en eso.
Al soltar un florero la comadre rompió uno de esos silencios y anunció que haría unas burritas y ganó para la cocina. El compadre silbó por lo bajo, medio picarón:
-¡Ah jijo! ¿Entonces sí anda usted detrás de una casada?
-Que usted ya conoce, compadre –insistió el enamorado apurando su mezcal, como el perseguido que salta la última frontera de la angustia.
Para ayudar a su esquiva memoria, “Peña Roja” sirvió más “Bacanora” y paladeándola lentamente esta vez, pasó revista al reducido círculo de sus amistades sonorenses, y ninguna de las esposas de aquellos amigos y conocidos respondía a la somera descripción, ninguna era una belleza despampanante. Modestamente, él poseía a la sonorense más guapa; tanto o más que la paisana María Félix y la evidencia le saltó a la cabeza precipitándolo, maltrecho, a un negro pozo de alacranes:
-Pos…pos…a no ser mi mujer…¿Quién más? –dedujo con voz insegura, como dudando de su propia conclusión. Pero la respuesta del compadre fue inequívoca:
-Pos ya le dio en el clavo, compadre.
La actitud y entonación de “Álamo Blanco”, lejos de ser retadora, encerraba casi una disculpa. Los dos abandonaron el vaso de mezcal que empuñaban y dieron a sus manos un rumbo preciso: la pistolera. “Peña Roja” halló el vacío, se encontró desarmado. Inseguro, demandó ratificación:
-¿Usted me viene a pedir a Isabel?
-Así es, compadre.
La voz deformada, enferma, apagada, formuló la pregunta salvadora:
-¿Está de guasa?
El pretendiente hizo acopio de toda la sangre fría de la serpiente del desierto sonorense para reafirmar:
-Es en serio. Estoy enamorado de ella y vengo a pedirla. Mis intenciones son sanas, la quiero por esposa.
-¡Isabel! –gritó “Peña Roja” mirando fijamente a su compadre, sintiendo en el entresijo una soga apretándole la boca del estómago.
Al llamado perentorio de su marido, acudió Isabel a punto de soltar el llanto doblada por la ceniza de sus fantasías y sus días de pantano succionador.
-El compadre ha venido a pedirte. ¿Has tenido que ver con él?
Isabel, puesta en trance de confrontación, retorciendo la punta de su mandil, entreviendo la fatalidad, negó con el automatismo que presta el pánico a la existencia cierta de una atracción por el compadre que nunca había pasado de un secreto íntimo:
-¡Nunca he tenido nada que ver con él! –gritó trémula. Un silencio breve hizo un nudo de los tres. “Peña Roja”, escultura de sal, interrogó secamente:
-Ya lo oyó, compadre. ¿Qué dice a eso?
Trinidad de sal y piedra en cuyo vértice los labios perfectos dijeron la verdad, nada podría señalar jamás que, las miradas tiernas y los relampagueantes apretones de mano fuese base de coquetería formal, y el yaqui joven, a su pesar rompió las membranas y cuerdas azules de su voz, reconociéndolo:
-Así es, como ella lo dice.
El yaqui viejo giró el rostro para escudriñar los ojos de su mujer con estiletes de quemaduras:
-Pero si mi compadre cree que lo aceptas, por algo será ¿lo quieres?
Ella reiteró la negativa mintiendo a sabiendas, con un roce sutil de reproche:
-No sé por qué dice eso, no le he dado motivos.
“Peña Roja” abandonó un poco su aparente frialdad y dio a su voz ráfagas incandescentes:
-Vete a la recámara Isabel, y tráeme la pistola. Creo que el compadre me debe una explicación.
Isabel obedeció y le llevó el arma en su funda, colgando del ancho cinturón. Su hombre se colocó el arnés en el sitio acostumbrado. Ambos se acomodaron mejor en sus asientos, el gatillo como cómplice demiurgo de los dedos.
-Espero su explicación, compadre.
“Álamo Blanco” hacía cabriolas en el filo del ridículo. Su amor propio sufría profundamente. ¿Qué aguas o vientos apagarían el fuego que ardía en su epidermis? No podía tirar todo a broma, porque ese tipo de bromas no se estilaban entre los yaquis. No podía tampoco implicar a Isabel en sus elucubraciones amorosas: la clara negativa cavaba túneles en sus entrañas contraídas.
La ira, el despecho y la locura hacen perder los estribos al hombre más templado, de llevarlo por senderos aviesos. Casi no pudo reconocer su voz cuando dijo:
-De cualquier modo, formalmente le pido la mano de Isabel.
Los espejos comunicantes estallaron. Aquella petición de mano era un insulto mortal a los oídos del compadre:
-¿Nos salimos pa’fuera? -preguntó el ofendido.
“Álamo Blanco” llevó su osadía hasta la última consecuencia:
-Aquí mismo se me hace bueno –declaró glacialmente.
Estaban sentados a escaso metro y medio entre los dos. Ninguno tenía necesidad de sacar la pistola, y hacía rato habían amartillado. Desde la funda de punta recortada saldrían los plomos y vencería el más rápido. No se llega a la fama sin ser un virtuoso del tiro de precisión. Oh, sarcasmo de la vida, “Peña Roja” fue el maestro de tiro yaqui de “Álamo Blanco”, ese chico diez años menor quien un día le pidió le permitiera ser su alumno. Y esa tarde, tan sólo quedaría uno…o tal vez ninguno.
En las miradas surgió la señal de disparar. “Peña Roja” cayó hacia atrás, fulminado por un certero balazo al corazón.
“Álamo Blanco” no podía dar crédito a lo sucedido. ¡Su compadre no había disparado! Se levantó, tambaleándose por la impresión y se agachó ante el cadáver. Extrajo el revólver del compadre y una sospecha inundó de rojo su vista. Revisó bien el arma y comprobó que el tambor se hallaba vacío. Se enderezó lentamente y miró hacia Isabel. Ella le sonreía tímidamente desde la puerta de la recámara, como buscando su aprobación en los ojos. De nuevo lo vio todo rojo. Disparó otra vez.
Trastabillando penosamente sobre los cadáveres, llenos los ojos de navajas goteantes y hormigas rojas, recogió a su ahijado y salió de la casa. Ni siquiera miró el “Packard”; caminando dobló la esquina y nunca nadie supo más de él.

Gonzalo Martré, narrador y periodista