“En la colonia de los Doctores”, narración de Miriam Ruvinskis sobre su padre, el famoso luchador Wolf Ruvinskis

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Algunos escriben sobre los luchadores y las bailarinas con símbolos, metáforas o como elementos pintorescos. En este caso, leemos una narración biográfica y onírica sobre el famoso luchador rudo, y actor en Época de oro del cine mexicano, Wolf Ruvinskis.

Esta historia nos la relata su propia hija, la brillante escritora Miriam Ruvinskis, quien ha publicado varios libros de narrativa y que actualmente reside en San Francisco, California.

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En la colonia de los Doctores
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Por miriam ruvinskis

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Carmona y Valle, en la mera colonia de los Doctores. Era un departamento muy chiquito porque apenas si cabíamos, como a una cuadra de la Arena México. Siempre olía a pan recién horneado y por eso siempre he traído conmigo el olor  tan calentito y apetecible de los bolillos y las teleras.

   Me encantaba ver los moños azucarados, los cocoles con ajonjolí, los cuernos que eran las constantes peleas en esa casa, mientras yo metida en una cuna de holanes rosáceos que con el paso de los días comenzaron a apestar a orines, los oía pelear, ¿qué no puedes cambiarle los pañales a esa niña? y claro que en ese instante, de golpe y porrazo, se suspendía la estación de radio Centro que me encantaba y mi madre empezaba con qué no sabía el porqué se enamoró de mi padre, un salvaje, guapísimo, de ojos azules que furioso daba un portazo y se iba a la Arena México porque todos los viernes por la noche había una pelea especial y claro, él era el mero mero; las mujeres se enloquecían por su cabello tan chino y su sonrisa de maldito. Apenas si ponía un pie en el ring, la gente enardecida gritaba y las mujeres morían de pasión.

    A mí, cuando apenas anochecía me metían en la cuna y apagaban la luz y en pánico yo sentía que caía sin fin, una caída estrepitosa en un túnel oscuro y resbaladizo. Al llegar al fondo, todo se borraba y yo dormía. Entonces, ella, mi madre se salía de la casa y se iba nomás.

    Le encantaba bajar al portón de la casa y oír el gozne de la puerta chirriando, a sabiendas que mi padre estaba en la Arena, partiéndole la madre al Lobo Negro, al Cavernario Galindo, a Tarzán López, quienes a diario tocaban el timbre y traían panes crujientes y calentitos de la panadería de abajo, que una rosquita azucarada, que una concha de chocolate, que unos policías porque a veces parecía que la tira iba a llegar en cualquier momento porque era como si todos se agarraban a golpes. Daban de gritos,  se reían a carcajadas y haciéndome fiestas no me dejaban dormir,  me cargaban y me mimaban, miren qué retechula está la chamaquita. Mi papá se inflaba todo aunque la mayor parte del tiempo, el coraje lo atragantaba porque pues mi mamá bien gracias, desaparecida desde las 8 de la mañana,  sin que nadie lo notara, con sus zapatillas de punta color pétalo de rosa y de puntitas, cerraba la puerta y se iba a ensayar, que allá en Bellas Artes la esperaban a diario.

    Una bailarina y un luchador, la bella y la bestia, la pareja del año, amándose con locura, desaforados, amor de terremoto y pasión ilimitada, se querían a muerte, pero cuando ella se iba y me dejaba, papá, furioso, le juraba que la iba a matar y contaba las horas hasta su regreso, mientras me cambiaba los pañales y me pedía,con lágrimas en los ojos, que nunca, nunca me pareciera a ella. 

   El olor del pan me amanecía y me arrullaba y por las noches, los alamares y campechanas  me cantaban las canciones de cuna pendientes que mi madre selló en su abandono. 

    Un día llegó Aurora, la nana de nariz chata y ojos muy negros, quién desde entonces se encargó de mi crianza. 

    Mamá salía a diario y cuando regresaba yo estaba lista para irme a dormir, los cientos de moretones en los brazos que Aurora me hacía al pellizcarme, aunque me decía que era su niñita, tan mona, tan chula, y a dormir.

    Mi madre escuchaba el radio siempre que podía, te odio y te quiero porque a ti te debo mis horas amargas, mis horas de miel, no rompas tu promesa de amor, ayer era el amante estremecido, lloraba y suspiraba, a la vez que mi padre, entraba y salía, firmaba contratos en la Arena México, lo invitaban a comer, le encantaba vestirse de traje y dándome un beso en la punta de la nariz, me prometía que iba a regresar muy pronto.

    En la calle se amontonaba la gente, que un autógrafo, a la vez que las mujeres suspiraban, uno que otro intento de desmayo, los papelitos con números telefónicos que escondía en su billetera, hasta el día que nos mudamos a la misma calle pero con el número 25, un departamento bien grande, de suelo de madera, cuartos muy amplios y de techos muy altos.

   Por la ventana veía siempre los camiones de basura, que los viernes por las tarde se formaban en fila india para entrar al lote donde se guardaban.

   Desde el cuarto piso miraba las telas y los cartones como engrapados, un colorido inusual de rojos y amarillos, de negros y un montón de choferes tirando moneditas al suelo donde apostaban a quién le iban, si al Murciélago Velázquez, o al Lobo Negro, que Enrique Llanes o la Tonina Jackson que en esa noche se enfrentaban en el ring.

    Los lunes bien temprano se abrían las compuertas de los basureros y los camiones salían mientras acodada en el ventanal de Carmona y Valle, se iban a recoger la basura por toda la colonia. Los lunes eran los días más movidos, mucha gente en bicicleta, Felisa, la planchadora llegaba bien tempranito con las tortillas envueltas en la servilleta, no me olvides mi amor, rojo corazón, a la vez que mis padres se correteaban por los cuartos jurándose amor eterno, puro besuqueo, aunque si sonaba el teléfono a papá le entraba la duda y creyendo que estaba en el ring, corría y empujaba a mi mamá que empezaba a llorar, eres un bruto, un animal, un salvaje, no sé ni porqué me casé contigo. Papá le jalaba el pelo y Aurora, la nana, temblando de pies a cabeza se encerraba conmigo en la cocina y las otras mujeres de la casa, Felisa, la lavandera, Tomasa la cocinera, Jesús mío que van a matar a la señora, ¿qué hacemos? Y entre tanto escándalo y terror, a punto de llamar a la policía todo se calmaba y nada más se escuchaba el golpe seco de la puerta cerrándose y ya en calma se colmaban de besos y suspiros sin fin . 

    Era una casa espaciosa y hermosa, todita para mi ya que nunca, nadie estaba. Algunas veces, todavía muy chiquitita, mamá me llevaba a Bellas Artes donde subíamos por un elevador muy grande y entrábamos a un estudio lleno de espejos y suelo de madera. Una mujer con bastón y acento ruso, daba golpecitos en el suelo, a la par que mi madre y otras mujeres, vestidas con mallas negras brincaban y hacían piruetas, la música de Tchaikovsky y Chopin hipnotizando todos mis sentidos. 

    Intentaba quedarme quieta pero quería bailar, dar volteretas, moverme al ritmo de las rumbas y los mambos de Pérez Prado que me empujaban a salirme de la carreola y bailar sin fin. 

    Eran sesiones interminables, de mujeres que sudaban y cuerpos entrecruzados, de piel y aliento, la sensación única de que la vida estaba allí, en ese movimiento sensual e infinito.

    De regreso a casa, nos parábamos en las tortas de pavo, justo  a un lado de la avenida Hidalgo y yo me dejaba estar mientras el olor de los chiles en vinagre y zanahorias me hacían agua la boca, el sabor del pavo, el aguacate, el sentir que estaba cerca, que mi madre y yo siempre estaríamos juntas. 

   Los viernes por la noche papá salía. Era un día sagrado, lllegaba ya muy tarde, medio madreado de tanta lucha, tanto cuerpo agotado, oliendo a sudor y cuando entonces mamá le reclamaba, él nomás le decía, no chingues mujer, que te doy todo, por Dios no me jodás más.

    A la entrada de la arena México el gentío era increíble. Los boletos se vendían muy caros, pero los revendedores estaban allí para hacer su agosto. Si ibas a primera fila entrabas nomás y ya estabas del otro lado. Los luchadores en sus camerinos se preparaban en grande y  le ofrecían al público, la mayoría de las veces, una pelea inolvidable. 

    Cuando papá me llevaba, la mayoría de los fines de semana, desde los cuatro años, me sentaban en la primera fila para ver cómo le partían la madre a mi padre que con el tiempo se convirtió en el luchador más rudo y odiado por todos. 

    Estar dentro de la Arena México era fascinante, me dejaba en mi asiento viendo la terrible madriza que se daban los luchadores, el réferi pegando tres veces en la lona, a la vez que mi padre entre bastidores se preparaba para la pelea principal. Nomás aparecía por el pasillo, un gentío enloquecido gritaba a más no poder y papá con su capa y sus botines puestos, intentando esquivar la gente que intentaba cruzarse, entraba de lleno al ring. Con tan sólo saltar a la lona, la gente, desbordada lo insultaba y mi breve corazoncito latía a toda carrera.

    Yo siempre me esforzaba en no llorar pero al ver a mi padre atrapado en una llave, teniendo a un luchador picándole los ojos o tirándolo de espaldas fuera del ring, sentía que enloquecía y llorando y gritando pedía que pararan, que estaban matando a mi papá.

    Muy poca gente me hacía caso, en mitad del éxtasis y el estruendo nadie se fijaba en la niñita de cuatro años, desvelada y poseída por un amor patriarcal ilimitado.

    Papá volaba por los aires, de golpe subían al ring dos o tres luchadores más y todo se comprimía en un escenario grotesco e infernal. Yo deseaba que todo terminara mientras papá, alzando los puños incitaba aún más el odio del público.

   Al final salíamos, papá siempre me cargaba y era fascinante el olor de los tacos en plena calle. Ya era más de la medianoche pero las fritangas me abrían el apetito. Con curiosidad veía los puestos de carnitas y suadero, los tacos de buche y de cabeza, las quesadillas y los sopes, los refrescos que papá me ofrecía, que una chaparrita, un sidral, el juguito que lentamente sorbía, antes de irme a dormir.

    Al llegar a casa, justo a la vuelta de la Arena, no nos esperaba nadie. Las mujeres de la casa ya dormían y mi madre, muchas noches se quedaba en casa de sus padres, allá en la vecindad de Pedro Moreno.

    A veces, papa como enloquecido, tras leer la nota, salía hecho un demonio mientras yo caía y caía en ese laberinto sin fin.

   Al abrir los ojos entraba una luz fuerte por el ventanal. ¡Era tan agradable ver la luz del sol entre los cortinajes! Por horas me distraía viendo a Alicia, siendo perseguida por el conejo. Breves cuadros de Alicia, su pelo largo y en ondas, mientras el señor conejo se detenía y miraba el reloj, el espejo que Alicia veía antes de crecer y transformarse. Una y otra vez lo mismo hasta que el hambre me mordía y bajándome de la cuna, los barrotes, el olor tan intenso de orines, la pequeña Merceditas, sin horizontes se encaminaba por el largo pasadizo, un túnel en su tiempo tan fragmentado intentando remar, cruzar el gran río siniestro de la soledad.

     El miedo tan terrible que la mordía, sus pasitos de niña tan chiquitita, Lot intentando no voltear hacia atrás, convertida en sal, el caos y la muerte a quiénes se atrevían, a pasito lento hasta llegar a la cocina donde las mujeres de la casa se reían al verla llegar, tan miona y tan preciosa, tan gordita y encantadora porque al llegar sentaban a Merceditas en su silla alta y le daban el jugo tan fresco de naranjas recién exprimidas, los trozos de papaya y plátano, los chilaquiles tan picosos que las mujeres de la casa estaban a punto de desayunar, los frijoles con huevo, el chile verde recién picado, las cebollas y el cilantro, las carcajadas de las mujeres al ver ponerse tan roja a Merceditas, la lengua que le quemaba para pedir agua, la risa contagiosa de todas las mujeres que se divertían tanto con la niña Mercedes. 

    Parte de la mañana se estaban allí, canturreando rancheras, saboreando quesadillas y frijoles de la olla y ya cerca de las doce se dividían las mujeres, los techos tan altos de la casa de Carmona y Valle, el enrollar los tapetes, el ratón que a diario corría por todos los rincones mientras Tomasa intentando golpearlo, niña Mercedes merodeando entre tantas paredes, los círculos y puntos con los que iba marcando su camino, las rayas del suelo que tanto contaba, el que pisa raya pisa su medalla, Merceditas entrando y saliendo, círculos y más círculos porque en la casa, justo después del mediodía no había nadie para contener las ansias que repentinamente sentía Merceditas, las mujeres de la casa ocupadas en sus faenas, que había que barrer, pasar la aspiradora, hacer las camas, limpiar los baños, círculos y más círculos que parecían girar ilimitadamente, Merceditas en mitad de extraño caos, el constante ir y venir de un cuarto al otro, mientras él, su padre, firmaba contratos importantes para enriquecerse y hacerse  famoso y su madre, preparaba las maletas para irse a una súbita gira a Guatemala.

    Se fue igual que siempre, de portazo en portazo, al fin del mundo, sin saber nada de ella, a no ser por el círculo gigantesco, desdibujado que quedaba en la sábana matutina, niña mona, cochina, mientras a carcajadas las mujeres reían y Merceditas sin importarle, se enroscaba en esa carencia total de la madre que se iba y regresaba. 

    Al regresar puso los regalos en la mesa, las crayolas, el color anaranjado y el ocre, el amarillo limón, el verde esmeralda tan fascinante y la falda de Guatemala que buscó y rebuscó toda su vida hasta saber que el sendero estaba perdido, que nunca jamás reencontraría la magia de ese instante en que su madre regresó y la miró de frente. Merceditas quiso abrazarla, decirle que la quería, pero no dijo nada, se quedó allí nomás varada frente a la mujer que silenciosa sacó los objetos de una maleta, para ti, Merceditas. 

   A la mañana siguiente, al levantarse, la mujer, su madre ya se había marchado.

   Se sentó en el suelo y dibujó círculos y caracoles, ríos y soles ennegrecidos, horizontes celestes por los que intentó navegar tantas veces a lo largo de toda su vida.

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Miriam Ruvinskis, reside en San Francisco, USA y es hija del luchador, actor y empresario mexicano-argentino, de origen polaco Wolf Ruvinskis.

La escritora argentino-mexicana Miriam Rivinskis con su padre, el luchador y actor Wolf Ruvinskis.
La escritora Miriam Rivinskis con su madre, la bailarina conocida como La Perla Negra
La Perla Negra, esposa del luchador y actor Wolf Ruvinskis
Miriam Ruvinskis, narradora, maestra del género epistolar, investigadora del judaísmo en México. Foto del archivo del Instituto Nacional de Bellas Artes..