Reputaciones hechas
De “Soliloquios y conversaciones”
Miguel de Unamuno, 1864-1936
Tenga usted paciencia; joven —le dije— tenga usted paciencia. No se ganó Zamora en una hora. Los demás hemos pasado también por esas impaciencias.
— ¿Y entonces? —me preguntó.
— Entonces-le contesté —decía yo las mismas cosas que usted dice ahora. Y acá, para entre nosotros, las sigo diciendo.
— ¿Lo ve usted? —exclamó.
— Sí, tiene usted razón, joven, la lucha es aquí triste, muy triste. Lo es la lucha por el garbanzo, lo es mucho más la lucha por el renombre y el prestigio. Se llega siempre tarde, cuando se está ya cansado y rendido.
— Este es el país de los derechos pasivos…— me interrumpió.
— Así es —añadí. —Se entra en carrera tarde, muy tarde, y cuando ya uno está hecho una carraca vieja, cuando si es escritor vive del auto plagio, de repetir lo que ya había dicho, es cuando más público tiene. Lo he dicho ya alguna vez…
— Seguramente que lo habrá usted dicho —acotó sondándose con malicia.
Y ya que le calé la intención, agregué:”
“— En efecto, joven, yo soy de los que más se repiten, de los más machacones, de los menos variados, de los menos revoloteadores. ¡Qué le vamos a hacer! Pues bien, alguna vez he dicho que todo lo que escribo y leyéndolo después me parece indigno de la publicidad, lo voy guardando en una carpeta donde he rotulado: “para después de cumplir los sesenta”. Porque entonces, si así sigo, será cuando tenga más público.
— ¿Y no es esto terrible?…
— Sí que lo es, joven. Aquí parece como si a los escritores les pasara lo que le pasa al vino y es que mejoran con el tiempo. El público es lento, muy lento en recibir, y no menos lento en soltar lo que una vez hubiese recibido.
—Pero ¿y si yo buscase mi nombre fuera? —me insinuó.
— ¿Fuera?—le dije—¿fuera? pero dónde alma de Dios ¿dónde? Dónde, fuera de aquí, de esta tierra en que usted nació y vive, ¿dónde espera usted llegar antes que aquí a lo que se propone? No se forje usted ilusiones. El nombre de un escritor no rebasa fuera de su patria sino después que la ha llenado. Lo que hay es que como son tan pocos los que leen es muy poco lo que hay que llenar.
— Pero[…]”
“— No hay pero que valga. A los jóvenes no se les conoce por ahí fuera. No haga usted caso alguno de los que le digan lo contrario. Sí, ya sé que otros jóvenes de allá, de esas otras tierras ultramarinas en que se habla nuestra lengua, les escribirán a ustedes hablándoles de que por allá se les celebra y colmándoles de elogios disparatados con unos epítetos crepitantes. Se comunican ustedes de cotarro a cotarro, de cenáculo a cenáculo, cambian de revistas, pero el público, el gran público, el que da la fama y el dinero, ese no se entera de nada de eso. Aquí y allí, pero allí más aun que aquí, ese gran público no admite sino reputaciones hechas, nombres consagrados. Aquí tiene usted una carta de un amigo mío, literato, que acaba de regresar de la Argentina. Vea usted lo que en ella me dice.
Y le leí parte de dicha carta en que mi amigo me confirma lo que yo ya sospechaba y aun sabía y es que ahí apenas conocen a España, a la España de hoy, ni los criollos ni los españoles. «Sólo entienden de las glorias sancionadas—escribe mi amigo —Benlliure, Sorolla, Benavente, Blasco, Galdós: la España reciente y de valer, la ignoran. Hay que ir hecho porque ellos no saben hacer, así como necesitan que se les envíe hecha la industria, los sombreros, los cafés y los tranvías.» Le leí este párrafo que no es mío, sino de mi amigo el literato que excursionó por ahí, y le leí otro párrafo de la misma carta que acaba así: «es un país admirativo que quiere que lo aturdan con cosas hechas y ya gloriosas.»
“El joven, al oírme todo esto, lo mío y lo de la carta de mi amigo, quiso protestar, pero yo le atajé diciéndole:
— No, no proteste usted. Todo esto es natural, naturalísimo; sucede allí y sucede aquí también, aunque, como le decía, tal vez en distinto grado. El público en todas partes necesita que le den las reputaciones hechas, porque él no tiene tiempo para hacerlas. Su recelo hacia todo lo nuevo podrá ser más o menos lamentable, pero está justificadísimo. ¡Le han engañado tantas veces…! Todo esto obedece a una ley de economía. Y menos mal en los países de espíritu admirativo. Es tal vez mejor que un pueblo tenga instinto admirativo que no el que lo tenga iconoclástico.
— Pero no cree usted… — empezó a decirme el joven.”
“Y yo, que le adiviné el pensamiento, le dije:
— En efecto, sí. Porque sé lo que va usted a decirme, joven. En efecto, los pueblos, lo mismo que los individuos que llamamos admirativos es que en el fondo no admiran á nadie, o mejor dicho se admiran á sí mismos. Hay casi siempre en el fondo de sus admiraciones un cierto sedimento de maliciosa socarronería, algo de escepticismo. Hay que temer a la admiración.
— ¿Pero es que usted no quiere ser admirado?—se atrevió á decirme entre cínico y burlón.
— No, yo lo que quiero es ser discutido y aun negado. Aquí, en España, a nadie debo más que a quienes más me han combatido y negado y hasta a los que han tratado de ponerme en ridículo. En quienes más he influido, se lo digo con mi característica petulancia, es en quienes se me han enfrentado. Le tengo terror, verdadero terror á la consagración literaria.
— Bueno — me interrumpió — dejémonos de estas amenas divagaciones, y dígame usted, yo, en mi caso, ¿qué hago?
— Ya se lo he dicho, tener paciencia.
— Es que no puedo esperar…
— Entonces desesperarse.
— ¿Y qué logro con eso?
“— Oh —le dije entonces con una cierta gravedad, que debió de parecerle cómica —la desesperación puede llegar a ser un amargo consuelo. Lea usted al propósito unas líneas llenas de triste sabiduría del «Marco Aurelio» de Renán.Y le invito a que las lea porque como acaso tomará usted a paradoja esto del consuelo en el desconsuelo, quiero que vea usted que no voy en tan mala compañía, pues que voy en la de Renán, en quien la sabiduría era aún mayor que la ciencia, con ser esta en él tan sólida.
— ¿Y qué voy á hacer desesperándome?
— Pues… embestir, agredir, insultar, más o menos insidiosamente, maltratar al público.
— ¿Y se consigue así algo?
— Se consigue por de pronto el desahogo, y tal vez se consigue algo más.
— Dirán que soy un despechado…
— Y que lo digan, ¿qué? ¿Si lo es usted realmente qué debe importarle que lo digan?
— Es que el despecho…
— Es una pasión como otra cualquiera. Y las pasiones son buenas o malas según el fin para que se las utiliza.
— Vamos, D. Miguel, ¿a que me sale usted ahora haciendo la apología del despecho?
“— Nadie debe rendirse sin luchar, y hay que luchar a la desesperada, con uñas y dientes. Si ha de sucumbir usted por lo menos que usted no caiga sin que su adversario se lleve algún arañazo o algún mordisco. Todo menos entregar el cuello borreguilmente. Y lo mismo que con otro adversario cualquiera, con el público. Si ha de hundirse usted en el olvido, si ve usted que no se le hace caso, que no se aprecian sus esfuerzos, que no se enteran siquiera de cuanto usted hace por instruirle, sugerirle, divertirle y emocionarle por lo menos antes de sucumbir procure usted hincarle las uñas o los dientes donde más le duela.
— Se reirán de mí…
— Harán como que se ríen, lo cual es otra cosa.
— Pero si no se entera de lo que hago para ganármelo, ¿cómo quiere usted que vaya a enterarse de lo que haga para vengarme de su desvío?
—El público es femenino, joven. Las multitudes, aunque compuestas de varones son hembras. Esto lo habrá usted oído o leído más de una vez.
— Pero esa conducta que usted me sugiere es egoísta…
— Todo lo contrario; es del más elevado altruismo. Es en obsequio a los demás que no debemos sucumbir sin lucha, aunque veamos nuestra causa perdida. Ya sabe usted lo de Ihering: no hay derecho a renunciar al derecho. Si nos dejamos vencer y atropellar pacientemente, los vencedores y atropelladores cobrarán bríos para ensañarse en nuevas víctimas. Esos arañazos y esos mordiscos le harán a su adversario más cauto para con otros.
— Pero, y yo… yo…
“— Esa es la de todos, amigo, esa es la mía:
¡yo, yo! Y esa es también la del público. También el público dice: ¡yo, yo!
— ¿Pero es que es yo alguno el público?”
“— Sí, las muchedumbres tienen, según dicen, personalidad.
— ¡Pues no debían tenerla!—exclamó exaltado y ya casi fuera de sí mi joven interlocutor.
— Entonces —le dije con calma—si la muchedumbre, si el público no tuviera personalidad, nosotros, los que escribimos para él, fíjese usted bien, «para él, estábamos perdidos. Porque tiene personalidad, tiene memoria. Y si no la tuviese dirigirse a él sería como grabar, no en la roca, sino en el agua. Porque la muchedumbre es líquida y no sólida.
— Pero si yo no quiero sino que me oiga un momento, un breve momento, que me consagre unos instantes, que se pare un poco a escucharme y luego que me juzgue y que me condene, si así le place.
— Pues no pide usted poco, mozo — exclamé.— ¿Y no se le ha ocurrido pensar si no será que todos los que escribimos para el público pensando en la fama, todos, absolutamente todos, sin excepción alguna, no somos sino unos pedantes presuntuosos? ¿Con qué derecho pretendemos hacer pensar al prójimo?
“Mi joven interlocutor se fue sin que redondeáramos nuestra conversación. O dicho sin artificio, tuve ayer que suspender este artículo al llegar a los puntos suspensivos y hoy no me encuentro con ánimo de reanudar su tono. El que quiera escribir escritos vivos y no muertos, tiene que escribirlos al día. Lo cual no quiere decir que no puedan así hacerse duraderos, pues que, precisamente son obras de ocasión y de momento las que más perduran entre los hombres. Y si no fuese por no asustar a aquellos de mis lectores a quienes les dé por el preciosismo esteticista diría aquí que el arte no se propone sino la eternización de la momentaneidad. Ya lo he dicho.”
“Ayer tuve que suspender el diálogo con mi joven interlocutor, el que lucha por el renombre y la fama, y también, aunque le cueste confesarlo, por el puchero, y tuve que suspenderlo cuando iba a hablar él. Y acaso es lástima. Porque, ¡qué de cosas no nos habría dicho contra los viejos y la senatocrocia, contra las reputaciones hechas, contra la ceguera de los públicos frente a los astros que se levantan. ¡Qué no nos hubiera declamado sobre los derechos de la juventud!
Pero todo esto podemos leerlo en cualquiera de esas efímeras revistas de jóvenes que duran hasta que se van colocando —o casando —los que las fundaron.
Sí, es verdad, el oficio de joven es muy poco socorrido en nuestros países tradicionalistas y conservadores. Que lo son hasta cuando de más progresivos y más progresistas alardean. Nuestro progresismo es un progresismo conservador. Vivimos, en general de cosas hechas, de ideas hechas, de reputaciones hechas, de valores entendidos. ¡Pobre mozo que tiene que abrirse camino, sobre todo si es el camino de la gloria y quiere abrírselo con la pluma, el pincel o el cincel!
Le queda un consuelo, y es repetir con Gounod aquello de que la posteridad es una superposición de minorías. Por regla general los que en un momento dado gozan del favor de la mayoría del público, los escritores favoritos de una edad, pasan pronto: la generación subsiguiente los olvida. Y en cambio hay quienes son queridos, y gustados por una permanente minoría, por un grupo de escogidos que se suceden de generación en generación. A los unos se les erige un vasto y endeble templo, uno de esos edificios pasajeros como los de las exposiciones: a los otros una sólida capillita que desafía a los años.
¡Vaya un consuelo! —dirá alguno de esos jóvenes ambiciosos de gloria, si es que lee esto. Y yo le diré: Sí, tienes razón, mozo, pobre es el consuelo; ya sé que no oirás los aplausos que se te prodiguen después que hayas muerto, pero qué le vamos a hacer!… La cosa es triste.
La cosa es triste joven, pero es así. El público en todas partes anda escaso de espíritu de curiosidad, y en nuestros países más aun. Nuestro público, el público de lengua castellana, es muy poco curioso. Las obras de nuestros jóvenes se empolvan en los almacenes de las librerías. Y cuando el pobre muchacho toca a la meta, cuando llega al triunfo, cuando se le corona, está cansado, y lo que es peor, está amargado.
“¿De dónde créeis que proviene esta amargura que se advierte en el fondo de casi todos nuestros escritores, este tono íntimo de desesperanza, sin frescura regocijante, que caracteriza a nuestras letras españolas contemporáneas? Pues esto proviene de lo tardío de los triunfos. Cuando el pobre luchador se sienta a la mesa del festín de la gloria —¡y qué gloria tan pobre y tan pasajera!—lleva estragado el estómago por los ayunos.Tuvo acaso que mascar virutas para engañar al hambre. Rumió el pasto amargo de sus desilusiones.
Los escritores, los literatos, somos sin duda petulantes y vanidosos, pero si se pudiera medir el sufrimiento de un pobre mozo que sueña con la gloria…
¡Y luego ese horrible sentimiento de la dignidad propia que nos prescribe no hacernos el reclamo a nosotros mismos! Cada día leo diatribas contra D’Annunzio ó contra Rostand, por la manera cómo se hacen el reclamo y se preparan los éxitos. Pero es que no son hipócritas, no se arrastran, no buscan su fama por caminos tortuosos y oscuros, sino que muestran a la luz del día sus entrañas. Peores son los otros.
Y basta ya de estas dolorosas reflexiones. Vivimos en la calle y vivimos de la última novedad; eso que llaman «información» y eso otro que llaman la «actualidad» son el pasto de nuestros públicos distraídos. Quiere nuestro público que se le de noticias y no que se le de pedazos del alma. El alma estorba: la visión de un alma palpitante de ambición, de desengaño de tristeza, de desdén, es un espectáculo tan desagradable como la visión de unas entrañas de carne palpitantes de vida moribunda.
Perdona, lector, perdónamelo. Perdóname, aunque no me atreva a prometerte el no reincidir en el pecado. Perdona el que con evidente impertinencia me meta en estas líneas. ¿Qué te importo yo? Tú quieres que cuente cosas y acaso tengas razón. Acaso, digo, y este acaso es, como lo comprenderás, no más que una concesión retórica.
“Vivimos muy de prisa, te espera tu negocio, tal vez me estás leyendo camino de la oficina; te espera la novia; no quiero molestarte más. Vete, vete a tus cosas y yo me vuelvo a mí, me vuelvo a este loco anhelar, un anhelo sin claridad ni término, me vuelvo a cultivar todo eso que me hace antipático a tantos. No te molesto más; no quiero que lloren estas líneas. Quiero ocultar a tus ojos el mendigo, el terrible mendigo desdeñoso que llevamos dentro todos los literatos. ¿Ocultártelo? No, que tú, si eres avizor, lo has columbrado ya; no, no ha podido escaparse a tus ojos, has visto que hay muchas maneras de pedir limosna, y que no toda limosna es limosna de dinero.”
“Ahora te pido limosna para los otros. Piedad, por Dios, lector, piedad para los que empiezan. No le des todo a las reputaciones hechas. Mira que hay mendigos millonarios. No alimentes la avaricia de los ricos. Y ten curiosidad siquiera.”