Xorge del Campo
Por Miriam Ruvinskis
Eramos un enjambre loquísimo de búsqueda. Nos reuníamos hasta el amanecer para después seguir incansablemente el infinito. Se experimentaba con todo, por si o por si no.
Allí encontré a Xorge del Campo, una mezcla extraña de erudito, monje pagano, irascible a veces, altanero, borrachísimo en ocasiones pero fiel seguidor de la onda. Bajo el brazo siempre traía consigo un volúmen de la “Narrativa joven de México” que recientemente se había publicado. Nos consultábamos señalándonos unos a otros. Xorge no cesaba de inventar historias y rebuscar ecos. El rollo era llegar hasta el fin y Xorge siempre se enredaba entre las primeras luces con uno u otro perro mordiéndole una pierna, un brazo, me cae, nos decía, que el tal can casi me mata.
Nos reíamos y en bola terminábamos en un viejo café de chinos pegándole al cristal con una cucharilla o arremetidos a que se abriera la primera librería de viejo que nos salía al paso, o bien una cantina por la que Xorge seguía las sombras del viejo Lowry.
Erudito hasta el alma, a veces hasta medio pesado, Xorge podía citar a cualquier autor sin inmutarse, apasionado de los libros, amante de quien se dejara porque eso sí, ilimitado amor tenía Xorge, sin duda una de sus consignas.
Nos veíamos en bares, en farándulas de mala muerte, una exposición en Coyoacán, un estudio en el desierto de los leones, reventados y sin fin, amantes de la palabra escrita.
Xorge publicó uno y otro libro, poemas que galopaban al unísono y si uno se dejaba abría su carpeta y te tenía horas recitando lo que siempre le salía del alma. Chistoso y bufón, Xorge hacía escarnio de la ignorancia y sobre todo de los ricos que forrados de lana se la daban de muy muy.
Burgueses, solía decir, el mundo está lleno de demasiados burgueses. En Bellas Artes, en viejas galerías, en sótanos y recovecos literarios Xorge siempre aparecía, medio tímido, sonriente, mordaz, una especie de monje y poeta maldito mascullando entre dientes viejas infamias de nuestra persistente humanidad.
Dejamos de vernos un buen rato pero al cruzarnos otra vez nos hizo clic el delirio del amor. Locuaces intentamos juntos reinventar los amores enterrados. Comenzó entonces nuestra época más fascinante y productiva. Xorge conocía a todos y cada uno de los autores de principio de siglo, me los recitaba casi de memoria mientras tomados de la mano recorríamos la Alameda, acérquense jóvenes, que no le digan, que no le cuenten, observen de cerca a la mujer sirena, las tortas de pavo que a mordidas devorábamos, entradas y salidas por las librerías del sótano cargados de volúmenes, paquetes llenos de susurros que al llegar a su depa analizábamos hasta muy entrada la noche.
Caminamos de sol a sol por todas y cada una de las librerías de viejo, bebimos licuados de nuez en el mercado Martínez de la Torre, compramos castañas asadas que despaciosamente masticamos en el suelo de su casa, la biblioteca más fascinante que jamás haya tenido México. A pie, en camión, en el metro, Xorge siempre atento me describía la historia de México, la bola y los cristeros, el acelere que sentía cuando un nuevo autor salía a luz.
Cuando rico invitaba a sus cuates a la cantina y contaba las más picarescas historias. Pero también era serio, muy serio, a sabiendas de los capítulos secretos de su infancia de la que no hablaba, sin decir, la pobreza, lo que nunca dijo, de lo que nunca se quejó.
Proletario hasta las cachas, Xorge nunca cesó de caminar por las calles de un México que tras el temblor del 85 pareció hundirse en un vago silencio espectral.
Xorge fue dulcero y suavecito, siempre riéndose y al pendiente de que sus novias no descubrieran el diente que nunca pudo arreglarse.
Agotadísimos regresábamos ya el sábado bien tarde aunque en un abrir y cerrar de ojos nos íbamos al baile, un meneo aquí y otro allá, lo más guapachoso y sensual. De rompe y rasga nos íbamos al California, a los antros del centro, los rincones más intrincados que solamente él conocía, caramba con el chaparrito que se sabía todos los pasos mientras girábamos increíblemente en mitad de la pista, hasta que agotados regresábamos a los volúmenes excéntricos que me ayudaba a catalogar.
Le encantaba la poesía, amén de sus antologías que muestran su extrema erudición, un buscador insaciable del México viejo, de almas perdidas que como él, aseguraba, algún día vendrían por él.
La última vez que nos vimos yo lo llamé en cuanto llegué al D.F.y como antaño por dos días nos sumergimos en las viejas callejuelas, los olores, las fritangas, el detenernos en la tortería Beatriz, las tres librerías cerca de Gayosso, los volúmenes que sin saber eran el adiós, me regaló. Fusil en llamas, (Niños y animales en la Revolución Mexicana) Víctimas de la Ira, Letras y Balas. La narrativa de la Revolución Mexicana, Pueblos del Viento Norte, notas de Caramelo y el volúmen 9 de Flauta de Ceniza, su poesía.
Escogimos textos, y frente al metro nos miramos por última vez sin saberlo. Yo de un lado y él del otro, me habló de la huesuda, que el tiempo estaba encima, que solitario no le quedaba más que hundirse en el más fiel de sus amigos: la palabra escrita.
Nostálgicos intercambiamos direcciones y Xorge me juró que pronto cruzaría la frontera , una larga caminata por las tortuosas calles de Tijuana.
Nunca más. Le escribí una o dos cartas pero me las regresaron por tener la dirección incorrecta, una vez hablamos por teléfono y le canté las mañanitas. Me contó que preparaba un libro sobre la Revolución Mexicana.
Después el silencio. No supe, No lo intuí, nada.
Arrastro el susurro Xorgero, su larguísima cadena de palabras, su manera tan peculiar de pronunciar las eses, en el callejón del viejo Dolores preguntándome si me quería sentar aquí o allá. Lo veo en el café La Habana donde poniéndose de pie jalaba una silla para que me sentara, el entrechoque de rodillas, la pena del alma que no se me quita, no me deja, el pensar que ya nada tengo que hacer si mi amigo el chaparrito no me anima a que sigamos caminando, lo que antaño fue y él conoció tan bien.
Estoy segura que cuando llegue mi turno iniciaremos el recorrido, un par de ánimas levantando polvo entre las calles empedradas, sin fin en el sendero de las viejas callejuelas de la ciudad de México que tanto tanto amamos.