La buena madre
Narrativa por Manuel Romero Mier y Terán
Terminaba el día y ella todavía no tenía para dar de comer a sus hijos. Se dirigió a la casa de la Señora; allí conseguiría algo, se dijo, pues siempre tenía de sobra.
Al parecer no había nadie; el apuro era grande y ella pensó en sus pobres hijos pidiéndole comida, entonces trepó decidida por la enredadera y así logro entrar al jardín. Vio una ventana abierta y no esperó ni un segundo; ya dentro de la casa, buscó el camino a la despensa, la cual se encontraba abierta.
Un paraíso se reveló frente a sus ojos, por fin tenía al alcance lo que más necesitaba: comida.
Su estómago, vacío durante días, produjo ruidos diversos, mientras que su boca se humedecía con la saliva y su mente se inundaba con los pensamientos de lo felices que serian sus hijos al ver tanto alimento. Una vez superado el trance que le produjo aquella visión, regresó a la realidad y se decidió por un gran jamón que se asomaba bajo un paño de algodón.
Justo cuando avanzaba para pepenarlo, se percato de que no podía mover una de sus piernas, la cual literalmente estaba pegada al suelo; trato de zafarse, pero sólo logró pegarse más. Hizo uso de todas sus fuerzas sin lograr liberarse; no pudo más y cayó de bruces rendida por el cansancio, adhiriéndose entonces la mayor parte de su cuerpo a la superficie pegajosa en que se encontraba. Nuevamente volvió a insistir tratando una y otra vez, pero de nada sirvió ningún esfuerzo, el pegamento cubría todo su cuerpo. Sintió que la angustia se desbordaba fuera de si y sin poder evitarlo cayó en un letargo de inconciencia.
Un sueño invadió su mente entonces. En este, llegaba a su casa cargando esa gran pierna de jamón y sus hijos felices la vitoreaban dando vueltas entorno a ella. De pronto una voz en la lejanía la despertó de su sueño, al parecer la Señora y su familia se encontraban de regreso. La angustia por el momento difícil en el que se hallaba volvió a hacerse presente; tenía que salir de ahí antes que alguien la encontrara en esa absurda situación. Se esforzó nuevamente para poder despegarse, sintió un gran dolor pero la búsqueda de la libertad nublaba su mente y de pronto fue como si la piel comenzara a desgarrarse, y realmente era lo que ocurría. Pero esto no acabo con su determinación de liberarse. Ella veía aterrada como parte de su piel y cabellos se desprendían, para quedar fijos en el suelo, mientras el dolor se incrementaba más y más.
Ya había librado casi todo su cuerpo cuando un ruido la hizo voltear y ahí, al pie de la puerta de la alacena, se encontraba la señora de la casa, que con un ceño de asco se horrorizó ante la grotesca imagen y acto seguido corrió pidiendo ayuda a gritos.
Justo en ese momento ella logró despegarse completamente y mal herida se arrastró, se incorporó y comenzó a correr, dándose a la fuga; mientras los habitantes de la casa permanecían inmóviles, escandalizados por la sorpresa y sin saber como actuar, indecisos ante la situación.
La puerta de la calle se encontraba abierta, así que ella aprovechó el momento para escabullirse; en eso la señora salió con una escoba junto con más personas armadas de manera similar, con actitud agresiva. Como si fuera prófuga de alguna prisión de máxima seguridad, ella corría entre los transeúntes que, sorprendidos por su aspecto, se hacían a un lado. Un policía que dormía recargado en una banca, no pudo evitar que su perro persiguiera a la intrusa; el cual mostrando los dientes, ladró y se dio a la carrera.
Ella sintió el aliento babeante de aquel canido seguirla de cerca pero apresuró su paso de manera que logró perderlo, llegando finalmente al callejón donde su morada y sus hijos se encontraban. Tras observar que nadie la hubiera seguido entró por debajo de un par de tablas, ahí entre cajas y cartones, encontró su refugio. Una vez en el resguardo de su hogar, llamó a sus ocho hijos; estos se sorprendieron al ver el estado en que su madre se encontraba, sangrante, con espacios de piel depilados, algunos otros desgarrados. Esto los entristeció y por instantes sus estómagos dejaron de recordarles la falta del alimento. Ella se lamentó con un tenue quejido y finalmente, con un suspiro, se tendió moribunda sobre el suelo duro.
Uno por uno sus hijos la rodearon e, inclinándose para llorar, la acariciaron y besaron en un inútil intento por reanimarla. Pero luego acercando sus encorvados cuerpos, los hambrientos pequeñuelos comenzaron un atroz rito.
Los afilados dientes se hundían en su carne justo cuando ella permitía brotar una lágrima de su ojo izquierdo. Pese a todo el sufrimiento, ella se encontraba feliz, pues sus hijos podrían sobrevivir a ese frío invierno. Sentía alegría, pues trascendía por ella y en sus hijos. Que en pocos meses tendrían fuerzas para procrear y alimentar a sus propias familias. Su cola se meneó por un par de segundos como si tratara de abrazar a sus hijos y finalmente expiró.
(c) Manuel Romero Mier y Terán