Las emperatrices de Puerto Vallarta
Cuento por Gonzalo Martré
Sophie, estremecida, agazapada detrás del matorral, apartó el follaje selvático cautelosamente, como si, no obstante la lejanía, pudiera oirla aquella pareja distante asoleándose sobre la arena. En su temor de ser descubierta, omitía el monótono ruido del oleaje y del viento entre las ramas de la maleza, factores complementarios de su escondite. Miró a través de los prismáticos; primero vio una mancha colorida que rompía la blanca porción arenosa. El enfoque trajo la definición: la mancha se partió y se transformó en dos cuerpos echados bocabajo en la playita. ¡En su playa! La idea fue suya, nació de la necesidad de nadar desnuda, de broncearse al abrigo de las miradas indiscretas, en íntimo contacto con la naturaleza, con sólo el testimonio del viento, las olas y los pájaros. Compró la playita, apenas unos quince metros, y cercó el contorno de su propiedad, erigió una casa rústica, poco más que un vestidor dotado de lo mínimo para enjuagarse y poco menos que una cocina donde preparar un pargo asado. Era el solarium familiar; si se trataba de desnudez completa, había turnos respetados de común acuerdo. Su hija Clarissa solía ocupar las mañanas de casi todos los días; su hermosa hija, de pelo rubio, como las noruegas, de ojos azul profundo, como las inglesas, y de un cuerpo perfecto, como las reinas de la belleza de Miami Beach. Gracias a la playita, cuando Clarissa se asoleaba en las temporadas decembrinas como la presente, sus hombros eran cobrizados sin la mácula del tirantero, así podía lucir escotes escalofriantes, y sus senos, aquellos senos turgentes, dejaban ver hasta cerca de la aureola del pezón sin mostrar la desagradable y característica blancura lechosa de las vulgares gringas asoleadas y rostizadas en las playas de puerto Vallarta.
El acercamiento de los prismáticos era preciso, los cuerpos se detallaban perfectamente: inmóviles. Posó su atención en la lancha del Marqués de Saint Ange, su yerno, el marido de Clarissa. La lancha era un obsequio suyo en ocasión del onomástico del Marqués, celebrado apenas unos cuatro meses antes; una lancha rápida, esbelta y costosa. Construida especialmente en Finlandia para su yerno; se llamaba como su hija: Clarissa, escrito con letras cursivas a un costado de la popa. Costosa, muy costosa, pero el dinero no tenía importancia para Sophie, llegaba sin interrupción. Los prismáticos le acercaron cada rincón de playa y selva, leyó el letrero pintado en una tabla: Playa Clarissa, propiedad privada. Prohibido desembarcar. Detuvo la vista en los cuerpos; El Marqués lamía la espalda de su pareja, recorría aquella piel bronceada, desde la nuca, oprimiendo las vértebras mediante la lengua, aquella lengua larga, tan diestra en los prolegómenos del amor. El músculo retráctil no se detenía en la última vértebra, humedecía con saliva las carnosidades de los pequeños glúteos, apenas un poco más blancos que el resto del cuerpo. Jugaba en aquellas colinas profundas, peligrosas y embrujadoras, después descendía un palmo por el tronco de los muslos y ascendía de nuevo para perderse en la predispuesta cañada. Intuía el ruido sibilante de la respiración adulta y percibí la ternura en sus ojos. Los prismáticos Zeiss, inseparables compañeros en los hipódromos de Europa donde había visto llegar triunfantes docenas de veces a los caballos de la Cuadra Clarissa, la acercaban dolorosamente a la infidelidad de su yerno. Ya desde la temporada de verano lo había notado frío, no mucho, desde luego; ni la misma Clarissa se dio cuenta. Pero ella, la eterna guardiana, sí. Detalles, detalles, la actitud del Marqués, con cierto matiz de indiferencia en la Opera de Viena. Su negativa displicente cuando Clarissa le pidió como regalo el último Alfa Romeo de dos plazas en el Salón del Automóvil de Milán; Sophie prefirió comprárselo, de color anaranjado como su hija lo deseaba. Pequeños olvidos: el ramo de rosas de los jueves. Sophie verificó la omisión en la florería Saint Tropez y pagó la entrega por el resto del verano. Ligeras, ligerísimas desatenciones que antes no ocurrían. Después de la temporada, el Marqués fue el mismo de siempre. Esposo amantísimo, irreprochable caballero aquel atento noble. ¡Hipócrita infiel!
Escogieron Puerto Vallarta porque Acapulco estaba repleto de gentuza todas las temporadas invernales. Los nuevos ricos, emanados del sexenio pasado y del presente, atestaban las boites haciendo gala de su mal gusto y vulgaridad. Gritaban a los meseros tuteándolos sin pudor alguno, bebían sin elegancia, eructaban como pulqueros y caminaban como si fueran cargadores del mercado de La Merced. Sophie los veía andar atropellando todo a su paso, y en cualquier momento esperaba oírles el tradicional “Ai´v’al golpe”. Se creían conquistadores de primera, así estuvieran presentes sus esposas, hijas o amantes. Estas, la sacaban de quicio; vestían creaciones de Cardin, era cierto, pero “algo” en ellas las devaluaba, y aquellos vestidos hermosos, que su Clarissa lucía como pocas en el mundo, les sentaban como confecciones baratas salidas del cajón musulmán de La Lagunilla. ¡Qué detestables mujeres! Los obesos funcionarios o exfuncionarios, embutidos en risibles camisas chillantes empapadas de sudor, le lanzaban miradas incendiarias de mesa a mesa. A veces jugaba perversamente y con una seductora sonrisa los alentaba; ellos caían en la trampa. En ocasiones los más atrevidos e incultos le enviaban una botella de champaña que agradecía con una graciosa e invitadora inclinación. Entonces se obcecaban, enloquecían, perdían su poca compostura o educación, y casi siempre, exhibiendo una sonrisa insolente de oreja a oreja, dispuestos a mostrar al orbe su preciosa conquista, atravesaban el salón, empujaban a los meseros, pisaban a las damas, derramaban las copas, descuadraban manteles, y en suma, iban sembrando desolación atentos tan sólo al objeto sometido, a la bella dama distinguida y elegante rodeada de dos o tres bellezas y otros tantos petimetres estirados. La bella dama de edad indefinida, tal vez treinta y cinco años, cutis limpísimo, peinado perfecto, armonía viviente, atracción suprema. Aquellos bagres rondaban ante ella e, infaliblemente, la invitaban a bailar. Les sonreía con candidez: ¿A qui ai je l´honneur de parler? El bagre ignaro repetía la invitación, Sophie se hacía traducir ya que en su mesa cualquiera dominaba cuatro idiomas. El español era su lengua natal, pero el juego imponía su hipotético desconocimiento. Clarissa traducía al inglés conteniendo la risa: The gentleman want dancing with you, Mamá, subrayando el mamá. La cara de Sophie destilaba entonces un perceptible desprecio. Je ne dance pa avec rustaud. Todos los de la mesa se echaban a reír en la cara del bagre. Cuando el bagre adivinaba la befa se iba sin decir pío, corrido y rojo hasta las cejas. Pero cuando porfiaba, pedía la traducción. Lo siente mucho, decía Clarissa, lo siente infinitamente, pero mamá no concede bailes a desconocidos. Y acentuaba con aguafuerte de impertinencia la palabra desconocidos. Clarissa era coreada otra vez, y las risas sarcásticas, estudiadamente irónicas, rebotaban en la cara del bagre. El bagre comprendía y se iba, mascando su ira y lamentando el ridículo hecho. Al marcharse procuraban pasar junto al escarnecido sujeto, Sophie decía claramente en perfecto español: El Duomo está ya imposible, es la última vez que separamos mesa aquí. Ya no se selecciona a la clientela y la gentuza quiere tomarse excesivas libertades.
Y los bagres, todos los bagres del mundo, rodaban decapitados bajo las mesas.
Paisaje fascinante, un viaje a la prehistoria en medio de pelícanos en vuelo sol que enloquece, sudor y fuego.
Sophie vio la piel de Saint Ange colocándose encima de la otra piel. Miró a su yerno tenderse con lentitud. Observó aquel miembro de alcurnia, erecto y poderoso, enfilar de picada sobre el receptor. El Marqués maniobró con soltura, suficiencia y duplicidad. Sepultó en aquel cuerpo toda su sabiduría lasciva. A medio camino, la boca del Marqués buscó la otra ansiosa boca; se produjo un encuentro trémulo y pleno. Lacerador para Sophie, agudo, atroz, tan atroz como si ella fuera la engañada y no Clarissa. Quiso gritarles, empero las palabras no acudían. Mensaje implacable, doloroso, cuerpos que tiemblan, gritos que se escudan en sonrisas filtrados por la luz que difracta almas.
Dejó caer el objeto negro y de pronto las figuras fueron un pequeño vaivén dorado en el marco de la duna. Más allá, la aleta de un delfín. La lancha de un pescador balanceándose a lo lejos. Luego las palabras quisieron fluir como torrente de lava ardiéndole la garganta; arrancó un puñado de hierbas y rellenó su boca para sofocar todo intento. Olvidó los prismáticos. Se deslizó hacia atrás, de prisa, sabiendo que el ruido producido no habrían de escucharlo. Descendió hacia una formación rocosa opuesta a la playa, donde la esperaba una lancha. Bajaba sucia, sucia exterior e interiormente. Su blusa y pantalón al desembarcar blancos, ahora venían rotos, con plastas de lodo, pigmentados de verde por las hojas aplastadas. Adentro sólo encontraba cieno, cieno pestilente, putrefacto, negro de puro corrompido. Vámonos, vámonos, ordenó febril. El lanchero aparejó la pequeña vela y se deslizó paralelamente a la costa, fuera de la visual de la playa Clarissa. Un kilómetro adelante, jaló la cuerda del motor fuera de borda, bajó la vela y puso proa a Puerto Vallarta.
Sophie se retiró al fondo de la lancha, se colocó sus anteojos negros y trató de olvidar aquella escena deplorable.
Durante el regresó luchó contra las imágenes anteriores. Pensó en su hijo Héctor, esposo de la heredera más rica del Occidente del país. Representaba el primero de sus éxitos; el segundo, si bien se veía, porque el primero consistió en su propio casamiento. Sus padres la educaron en Europa y regresó a Tepic hablando con soltura inglés, francés, alemán y griego. Además era virtuosa del piano y componía. Compuso dos conciertos y varias piezas menores acogidas favorablemente por la crítica nacional. En su juventud decidió pasar un año en Grecia para perfeccionar su griego y practicar piano en la soledad de alguna isla, Tinos, Naxos o Anafi, tal vez. Sin embargo, no hubo soledad; los jóvenes atenienses la asediaron materialmente; escogió al mas rico, y por añadidura más guapo también. De sueño. El hijo único de un afamado armador, casi tan opulento como Onassis o Niarchos. Ambos andaban por los veinte años. Se casaron. Estalló la guerra. Praxedis, su marido, la instaba a que regresaran a México durante el conflicto. Ella se negó. Luego su suegro murió en un campo de concentración y su marido en el frente, a un mes de la capitulación de Alemania. Tuvo tres hijos y heredó cuatrocientos millones de dólares. Vendió todo a Onassis, desde entonces amigo íntimo de la familia. Nunca contrajo segundas nupcias, eso no le impidió tener amores por los cinco continentes. Claro, amoríos de altura, mientras los hijos se educaban en colegios de Suiza, Inglaterra y Francia. Cuando Héctor cumplió 18 años, Sophie decidió volver a México y colocarlo bien. Compró una enorme hacienda cerca de Guadalajara y la decoró al estilo griego. A sus fiestas acudían personalidades internacionales. Después de Héctor, Tiresias, su segundo hijo, pescó una multimillonaria de Texas, y Clarissa, su adorada Clarissa, contrajo nupcias con un acaudalado marqués de Francia, marqués auténtico. Sophie hizo viaje especial a París donde consultó a un especialista en heráldica, descubrió que era genuino, tan genuino como un Chablis olvidado en un rincón de viejo castillo provenzal. Nada de “principazo”, al estilo de los 40´s; nada de apócrifo título e inexistente fortuna, ella no era un bagre advenedizo e ingenuo, conocía a los grandes del mundo y los grandes la conocían. Clarissa se casó, faltaba Dionisio, un niño adoptado en Europa cuando contaba un año de edad. Se murmuraba de tal adopción, se le suponía verdaderamente hijo suyo y de un joven italiano muy guapo pero muy pobre. En cierta reunión Sophie platicó a los parientes cercanos un problema inesperado: los padres de Dionisio reclamaban al chico; exhibió los papeles de la adopción y la carta amenazadora, pidió consejo a un famoso penalista ahí presente. El abogado leyó los documentos y señaló el procedimiento a seguir; las maledicencias decrecieron hasta apagarse por completo. No obstante, a medida que los años transcurrían, se hacía evidente el parecido entre Dionisio y Sophie. El chico tenía a la sazón 13 años y era prematuro pensar en alianzas ventajosas.
El recuerdo de lo sucedido en la playa le produjo asco, se arqueó para vomitar, pero se contuvo. Divagó: casi se veía tan joven como Clarissa, no tan bonita, naturalmente, ni rubia. Sophie de ojos claros y piel tersísima no podía ser como su hija porque ya había cumplido medio siglo. Sin embargo, cuando hay billetes y se sabe cómo emplearlos, pueden conseguirse verdaderos milagros. Una exclusiva clínica suiza le restiraba la piel cada año y además la conservaba fresca. Los suizos confundían la exclusividad con la riqueza, por eso Sophie había sufrido ciertos encuentros absolutamente indeseables en la sala de espera: bagres, bagres obvios y equívocos. Una vez se encontró al cómico. ¡El comicastro del tiliche iba a restirarse el pellejo! Cuando lo supo no daba crédito a lo oído. El cómico la conocía a través de las páginas de sociales (no por su fama artística, porque el bagre no distinguía entre una sonata y un danzón), y le tomó confianza. Sophie lo miró asombrada ¿un cómico restirándose la piel? ¡Pero que desatino! ¿y la gesticulación? ¿Y la mímica? ¡La indispensable mímica, la esencia del cómico! ¿Qué haría después? ¿Renunciaría a las cámaras en aras de la eterna juventud?. El cómico explicó: su especialidad no era el chiste actuado, sino el hablado. Vamos, ella lo conocía, ella seguramente no perdía su película anual, no era necesario explicarle más, porque, bueno, el público mexicano nomás con verlo se reía, eso, nomás viéndolo, ya se sabe, joven, las masas lo adoraban, él adoraba las masas, por eso comía tortillas, tortillas de verdad eh, no desas… uh, usté me entiende, ¿no? Porque eso sí, ese detalle no le gustaba, él muy macho, muy mexicón, muy respondón. Nadie le podía quitar lo macho, total que, así es la vida, y ora nada menos que por aquí, como dice aquel, tienes dinero ¿no? Entonces, bueno, me vine pacá, cincuenta millones veían sus películas y eso sí, él muy filántropo, muy bueno, pero que no quisieran verle la cara, usted ya sabe ¿no? ¡nada de eso! Que él no tenía un pelo de tonto. Como los del Tlaquepaque ese que hicieron figuras de barro con su efigie de borracho. Hasta le ponían un ojo moro ¡denigrante! A él, todo un señor, ¡la verdá no hay derecho!, no, para qué si la cosa que es derecha va derecha como la flecha derecha, y piquete que va derecho aunque se frunza el … ¡perdón!.
Un bagre engreído, eso era el comicastro de marras que ahora hasta abjuraba de su nombre “artístico” e insistía en usar el correspondiente al nombre de pila. Sophie se levantó mareada, horriblemente descompuesta, herida en su sensibilidad femenina y artística.
Los encuentros de ese tipo menudeaban: tropezó con la Doña. Tampoco pudo evitar el diálogo, porque la actriz que presumía de culta, la había oído en un concierto de caridad en casa de Licio Lagos. Sophie se dispuso a padecer lo indecible.
-Creo que tu y yo, somos el éxito de Karl.
-Tal vez.
-Somos sus mejores propagandistas mundiales. Tú sabes, recién entro en la cincuentena y mira mi cutis. Rosamunda miró automáticamente las manos de la Doña. Pero no saques la mano, arpía, porque delatas tus sesenta cumplidos, pensó venenosamente.
Somos las cincuentonas mejor conservadas de la élite.
-De acuerdo.
-Francois, aunque se trata con Karl, no luce tan joven. Me da pena el pobre. En México le gritan cada cosa cuando vamos a los toros…
-¿Sí?
-Sí. Imagínate. Le dicen cosas como “es igual desarrugar que romper”.
-¡Bendita ocurrencia!
-¿Cómo dices?
-Pensé que la tauromaquia se había terminado hace años.
-¡Cómo! Si todo el mundo va a los toros.
-Querida, jamás he ido a tan deplorable espectáculo.
-Pero si el presidente va.
-Sí. Y tú también ¿verdad?
-Ay, sí. Volviendo a lo de Karl. ¡cómo no lo conocí antes! No que fui a la clínica de Dupré en París y me tasajeó el cuello. Desde entonces me quedó imposible. Tengo que ocultarlo, porque no hay maquillaje que lo cubra. Y es una lata cuando filmo, porque necesariamente mis vestidos tienen que armonizar con algo que disimule las cicatrices. Menos mal que interpreto soldaderas o coronelas, porque un paliacate resuelve la situación. Cuando tengo que ponerme vestidos descotados, la cosa se complica. El cuello cubierto no siempre va bien con el gran escote. Al menos que haga un papel de aventurera, porque en ellas cualquier extravagancia es justificable.
-¡Por supuesto! Además ese papel lo interpreta usted de las mil maravillas. Parece taan natural.
Una enfermera cortó la plática cuando la Doña sacaba un puro y se disponía a encenderlo. Sophie no olvidó despedirse.
-Perdone, es mi turno.
-Si, espero volver a verte.
-Yo no, sinceramente
La lancha atracó en el muelle principal. Sophie pagó lo doble de lo convenido. Subió a su auto y enfiló por las empinadas calles hasta llegar a su mansión, arriba del pueblo, donde se dominaba la perspectiva de la Bahía de Banderas. Eran las dos de la tarde, hospedaba a varios familiares, y en otras mansiones y hoteles, doscientas personas esperaban la noche para acudir a la fiesta más rumbosa del Occidente. Venían desde San Francisco hasta Guadalajara, sin contar las personalidades de Europa, casi todos miembros del Jet-Set. Estaba inquieta. La anterior actitud sospechosa del Marqués quedaba explicada por las observaciones en la playa; sólo su autodominio le impedía un ataque histérico. Además tenía el compromiso de tocar una hora de piano después de la cena; ejecutaba de memoria y temía que los sucesos de última hora le robaran la atención e incurriera en equivocaciones. Afortunadamente el programa era ligero, Schumann, Corelli y el estreno de su primera sonata, titulada, como es de imaginarse, “Para Clarissa”.
La infortunada excursión o afortunada, según se mirara, le quitó la mañana y tenía encima un cúmulo de trabajo: no quiso que movieran la vajilla de Sevres y la puesta de las mesas llevaba retraso; lo mismo con las copas checas, y la mantelería irlandesa. ¡Un desastre! Por añadidura el suceso le estaría dando vueltas y vueltas y la solución, la maldita solución captaría todo su esfuerzo mental. Imposible tocar. Pero no, si ya le había prometido a Clarissa el estreno de su sonata; si en realidad la fiesta culminaba con la ejecución. Recibió felicitaciones del maestro Chávez; Eduardo Mata, el de la Sinfónica de la Universidad se mostró muy entusiasmado. Claudio Arrau y Badura Skoda le prometieron incluirla en sus próximos conciertos. La misma Clarissa, aún cuando conocía trozos, se sentiría desilusionada si la suprimiera. Bien, reduciría el programa a la “Sonata para Clarissa” de diecisiete minutos. Tendría la partitura a mano por si fallaba. En cuanto a lo otro…
Como lo previó, todo se encontraba atrasado. Impartió órdenes tajantes, movilizó personal, abrió cajas, pasó como un huracán por la cocina y los preparativos se aceleraron. A las cinco comió una ensalada y luego se puso en manos de la peinadora. Entonces se avocó a la tarea de encontrar una solución satisfactoria al affaire de su yerno.
Pensó en el divorcio. Se hacía necesario, imperativo. El Marqués aunque rico y auténtico, no era menos canalla que un defraudador del Bronx. No debía compartir el lecho de Clarissa ni una noche más; la sola idea de imaginar a su hija haciendo el amor con el ruin Marqués la reventaba. Se movía y la peinadora le jalaba involuntariamente el cabello:
-¿Qué le pasa Cecilia?
-La señora se mueve mucho…
¿Qué otra cosa podría hacerse? No veía alternativa, ese hombre sobraba en su familia, lo expulsaría de su casa, y si era posible también del país. ¿Posible? Una vez divorciado, ella movería influencias hasta lograrlo. ¿Pero cómo plantearle el divorcio a Clarissa? ¿Qué decirle? ¿Relatarle la escena playera? No era concebible eso. El más elemental decoro lo impedía. De saberlo, de conocer la perfidia del Marqués, Clarissa se moriría de pena, de vergüenza.
A las ocho llamó al Marqués. El elegante noble de 39 años, sonriente, portando un jaibol en la diestra, vestido de blanco, entró sin desconfianza en la biblioteca.
-¿Cómo están esas manos?
-Tan bien como las tuyas.
-¿Algún problema Sophie? –dijo al verla nerviosa, casi demudada.
-Sí. Hoy te seguí hasta la playa Clarissa. Te observé por espacio de una hora, con prismáticos.
La sonrisa de Saint Ange desapareció:
-Esas cosas no se hacen, Sophie, son de mal gusto.
-¿Hablas de mal gusto? ¿Tú?
El Marqués tomó un sorbo lentamente. Ella continuó:
-Procedamos como nos corresponde. Divórciate de mi hija y vete de México.
-No deseo separarme de Clarissa.
-Entonces, ella se separará de ti.
-¿Cómo?
-En México, eso es fácil. Cuesta menos un juez de paz que los zapatos de cocodrilo que llevas.
-Intuyo que cuentas con el consentimiento de Clarissa, ¿no es así?
-Sí.
-Falso. Acabo de dejarla en la piscina. Hemos hablado de salir a mediados de enero a Caracas. Cazaremos jaguares. Tú sabes cómo la entusiasma la cacería. Una vez, en Yugoslavia, mató en pleno invierno un…
-¡Cállate! ¿Y si le cuento todo?
-No te atreverás.
Sophie se levantó. El Marqués también. Ella quiso añadir algo, convencerlo, pero su actitud no dejaba lugar a dudas. Lo miró directamente a los ojos, trató de escudriñar en ese rostro antes agradable, ahora francamente repulsivo; no leyó ninguna esperanza. Entonces, sin despedirse, salió aprisa.
La fiesta resultó como se esperaba. Un gran éxito social. Llegó el momento de ejecutar la sonata “Para Clarissa”. Sophie, luciendo un vestido largo color marfil y pocas, pero muy costosas joyas, se acomodó en la banqueta del piano. Miró a su auditorio: en la primera línea, el Marqués con Clarissa a un lado y Dionisio del otro. A la izquierda Héctor y su esposa. A la derecha Tiresias, Dorothy y los padres de ella; atrás, parientes e invitados. Las escaleras, abarrotadas de adolescentes que deseaban en su fuero interno terminara el concierto cuanto antes para continuar con la música de los Creedence. La cara de Saint Ange no denotaba preocupación. Clarissa, serena y anhelante, esperaba el homenaje a su belleza.
Sophie empezó la sonata. Insegura al principio, tomó confianza según sentía volar las notas. El público se sorprendió al apreciar la calidad de la música, bastante bella, superior a cuanto había compuesto antes. El allegro arrebató a los oyentes, inclusive al Marqués, experimentado diletante. Inconscientemente el noble buscó la mano querida; la encontró, pequeña, blanda, cálida y acogedora. Los dedos se entrelazaron. Al término del andante, en esa pausa brevísima anterior al presto agitado, Sophie buscó a su hija, la mirada se posó en su radiante embeleso, en su inocencia y pureza no merecedora de la traición y el abuso del abominable aristócrata. Sophie perdió segundos, titubeó, alargó innecesariamente la pausa: Pústulas, chancros pestilentes cubran todo tu cuerpo, larvas de gusanos te carcoman, la pus escurra de tus ojos, baba negra de tu boca, tu piel se arrugue de repente y tu espinazo se doble. Temo aún ¿tendré las fuerzas suficientes? ¿Cuánto me llevará escupirte? ¿Cuánto me llevará matarte? Con la decisión tomada volvió al teclado imprimiendo al finale un tono de violencia desgarrada. Además lo acortó, olvidó parte y tuvo que improvisar. El último acorde provocó una catarata de aplausos. ¡Encore, encore! Gritaban sinceramente y los ¡Bravo, bravo! resonaban hasta en el patio. El Marqués era el más entusiasta quizá. Sophie salió por detrás del piano, evitó los brindis, abrazos y besos y subió la escalera arrollando a los jóvenes que aplaudían a su paso.
Clarissa advirtió un gesto grave en el rostro de su madre, por lo general tan dueña de sí misma. Quiso seguirla, no pudo porque las felicitaciones se volcaron sobre ella; era su sonata y también merecía congratulaciones y besos. No había terminado la efusividad, cuando Sophie bajó portando un voluminoso bolso azul, cuyo color rompía la armonía de su tocado.
Esquivó renovadas muestras de admiración y buscó al Marqués. Lo encontró junto al piano, acariciando las manos de Dionisio. Se fue en derechura a él, abrió la bolsa, sacó una pistola y le disparó cuatro balazos. Se hizo el silencio y en una fracción de segundo, mientras el depravado noble caía, percibió entre el humo, llamaradas de aborrecimiento eterno en los ojos de su hijo.