LA SEÑORA DE LA CALLE POE, cuento

La señora de la calle Poe

Cuento por Gonzalo Martré

Confirmé que algo extraño le sucedía a Marco Terencio cuando me pidió ayuda para corregir un soneto dedicado a una amiga suya, a quién pretendía. Mi amigo era ensayista y, que yo supiera, jamás había compuesto siquiera una escuálida cuarteta a ninguna mujer, ¡mucho menos un soneto! Bueno, pero si el hombre estaba enamorado, si conocíael manejo del idioma, el milagro podía producirse.
Vino a verme una tarde y me sorprendió el notable cambio de su aspecto el cual, de rubicundo había pasado a magro, casi demacrado. Una sombra violeta circundaba sus ojos, que se me antojaron más oscuros que antes y casi lacrimosos.
El soneto era un desastre, requería ajustes, el tono romántico del mismo era inusitado en Marco Terencio, un ensayista proclive a lo abstracto; ella debía ser una mujer muy especial, pues otras que le conocía a mi amigo también fueron dignas de apasionados sonetos y sin embargo jamás los escribió.
El soneto estaba fechado el día 12 de julio de 1986 y su primera línea parecía coja; “Voy a escribirte otro soneto”…con tinta lo corregí: “Voy a escribirte amor, otro soneto”… y así, agregando una sílaba y quitando otra, el soneto quedó decoroso.
Observé tan nervioso a mi amigo, por lo común dueño de sí, que le ofrecí un trago, acuciado por la curiosidad pues quería saber más de esa Rosa de sus desvelos. Lo que me contó me llenó de zozobra.
La conoció en una conferencia efectuada en el Museo Nacional de Antropología, impartida por el doctor Rustum Dadh, de la Universidad de Teherán, charla que versó sobre mitos, ruinas y leyendas de la vieja Persia. De entre los asistentes le llamó poderosamente la atención una mujer que se acercó al doctor Dadh al término de la conferencia y con la cual el sabio oriental estuvo platicando en cuchicheo, un buen rato. Mi amigo se acercó lo suficiente para oír fragmentos de la casi inaudible charla; ella insistía en ver de nuevo al doctor Dadh, en discutir con él algo inherente a su familia, cuya ascendencia persa se notaba por una nariz larga, la cual sorprendentemente no desarmonizaba con el resto de sus finas facciones.
El doctor negó enfáticamente la posibilidad de un nuevo encuentro pues alegó su inminente partida a Nueva York en la madrugada, mi amigo creyó ver en el rostro oriental un gesto de rechazo.
El conferencista aprovechó la llegada de la señora Gamio, organizadora del evento, para deshacerse de la insistente pero fascinadora mujer y emprender una rápida retirada.
El aire enigmático, casi misterioso de ella, lo instó a intentar un acercamiento y le susurró: “Naishapur… Babilonia… ¡es igual cualquier cuna!/ Que la copa sea dulce o amarga… igual fortuna. /La vida se derrama sin cesar gota a gota,/ sus hojas van cayendo también, una por una”, al punto identificable como cuarteta del celebérrimo poeta persa Omar Khayam y acaso por conocerla o por figurar en ella los nombres persas de Naishapur y Babilonia fue que ella le dedicó una cortés sonrisa, pero no propicio entablamiento de charla, salió atravesando de prisa la galería de exposiciones anterior a la sala de conferencias. Marco Terencio la observó hasta que se perdió; frisaba los 40 años, atractiva, de piel muy blanca, ojos negros bellísimos, cara más larga que lo conveniente y pelo pintado de rubio miel, acaso un poco más gruesa que lo deseable, quizá con tendencia a la obesidad, pero aún controlable; llevaba puesto un vestido que le caía debajo de las rodillas, un poco más largo que lo usual en esa temporada. La siguió a distancia prudente hasta el estacionamiento y vio como subía a un auto negro compacto, con placas de Zacatecas, manejado por una joven de unos 17 a 19 años.Regresó a la galería y se acercó a la señora Gamio, a quien conocía por ser la presidenta del Club de Amigos del Museo de Antropología, organizadora de ese y otros eventos culturales y le preguntó por la identidad de aquella mujer. La señora Gamio le explicó que se trataba de la señora Rosa, asistente esporádica al museo, la cual vivía en las calles de Edgar Allan Poe, pero no le dio ni el número de su casa y mucho menos el del teléfono.
Marco Terencio había quedado cautivado por aquella mujer y decidió investigar el paradero exacto de su domicilio. Al siguiente día por la tarde recorrió la calle de Poe en toda su extensión –unas diez cuadras-,y halló el coche negro con placas de Zacatecas junto a un árbol de tronco muerto y retorcido, de aspecto fantasmagórico y cuya presencia no se explicó, pues carecía de follaje y como ornato resultaba deprimente.
De una casa de aspecto sombrío, cuyos ventanales tenían vidrios polarizados demasiado oscuros salió la misma joven del día anterior, esta vez acompañada de una niña gordita, ambas subieron al coche y se alejaron. Esperó la salida de ella, pero fue inútil, la noche se echó encima, el carro con sus dos ocupantes regresó, y la joven misma abrió la puerta de gruesa madera y se metió.
Pasó algún tiempo, Marco Terencio no supo si dos o tres semanas, sin que pudiera ver otra vez a la señora que vivía en la calle de Poe, y como ya sus prolongadas “guardias” frente al árbol seco y torcido se hacían sospechosas a los vecinos, desistió de continuarlas, pero siguió pensando intensamente en ella.
Fue por el 23 de abril de 1986, precisó mi amigo, que leyó en el periódico la inauguración de la exposición del pintor de origen persa Dasht e Ruzabad, nombre que él había fonetizado a De la Rosa; presentaría en la Galería Matos treinta tintas sobre papel “fabricado por el pintor”. Cuando llegó a la galería la vio en compañía del Duque, antiguo condiscípulo a quien fue a saludar; el Duque era reportero de sociales de un matutino y los presentó; ella no dio muestras de reconocerlo pero los llevó junto al pintor primero y luego, les dio una explicación de la técnica aplicada en aquellas tintas; se mostró muy interesada en hacer buena difusión de la obra de De la Rosa y dio su teléfono al Duque, entonces a Marco Terencio se le ocurrió decir que escribía para un suplemento cultural y anotó el teléfono con el fin ulterior de conocer más obra del artista. Después la galería se llenó de gente, fue imposible volver a charlar con ella, pero la contempló de cerca un buen rato. Luego ella pidió atención a los circunstantes y exhibió un “libro de arte” que contenía cinco serigrafías pequeñas acompañadas cada una de un rubai de Khayam, ella misma dio lectura a los cinco rubai, por cierto con alguna dificultad que, según Marco Terencio supo más tarde provenía de una dislexia, consecuencia de ser hija muy tardía de un matrimonio de avanzada edad. Marco Terencio permaneció hasta que la galería se vació y ella se fue en compañía del pintor, circunstancia que le disgustó.
Sin embargo, aquella contingencia no lo amilanó, y quince días mas tarde organizó una reunión en su casa “para hablar de la obra de De la Rosa”; el Duque llegó acompañado de su joven y guapa esposa. Marco Terencio ha hecho de la preparación de cocteles a base de bebidas exóticas como licores de guanábana, nance e higo, mezclados con otros importados como curazao azul o midori, una especialidad no exenta de malicia, pues a las damas que invita les prepara unos especiales que las tiende en cuestión de dos o tres copas.
Se habló de la obra de De la Rosa, la cual, a mí en lo personal me parece deleznable, pues el tipo pretende que dos o tres rayitas sobre un papel grueso “fabricado por él mismo con viejas técnicas persas” sea superior por ejemplo, a un Rafael, un Van Dyck o un Picasso.En la entrevista que le concedió al Duque explicó que “cualquiera” puede, armado de muchos colores, expresar sus sentimientos, pero que “no cualquiera” puede decir lo mismo con casi puro papel en blanco.Con semejante teoría resulta que Da Vinci y Manet perdieron su tiempo miserablemente.Cuando el Duque, copartícipe de mi opinión, criticó semejante pedantería, Marco Terencio notó que Rosa se molestaba, y prefirió no opinar.
Salvo ese incidente –me relató Marco Terencio con alegría-, la reunión se efectuó dentro de un ambiente cordial, aunque fue de lamentar que Rosa se negara a pasar del segundo coctel. De ahí mi amigo los llevó a probar un exquisito pozole guerrerense en la colonia Obrera. De aquella reunión también quedó en claro que Rosa era el nombre de bautizo, pues sus padres le habían puesto en el registro civil el de Locha, también fonetización del persa Lo Shah cuyo significado sólo ellos conocían. No estando lejos de la pozolería el Salón Colonia, Marco Terencio los invitó a conocerlo y bailaron un par de horas.
Mi amigo le hizo llegar a la señora una rosa roja acompañada de tres cuartetas, versos que por ahí guardo y que yo, en verdad mucho me hubiera cuidado de obsequiar, pero parece que la cultura literaria de ella era muy escasa, pues se los agradeció inmediatamente con un telefonema y la promesa de invitarlo a su casa a cenar. Bueno, tampoco era notable su cultura pictórica, pues creer que De la Rosa es superior a Delacroix, no era una simple irreverencia, sino una blasfemia producto de la ignorancia.
Por aquí guardo las rimas de Marco Terencio, están fechadas el 20 de mayo de 1986, lo cual indica que son los primeros versos que escribió en su vida… ¡ay pobre amigo mío, debieron de haber sido también los últimos!
Como la prometida invitación a cenar demoraba, a la semana siguiente le remitió otro soneto.
Según Marco Terencio pasó toda una noche componiéndolo. El resultado no justifica el tiempo invertido, pero ya se advierte en el poema que mi desdichado amigo estaba enamorándose profundamente de esa mujer, porque en el contenido resalta su idealización, a mi juicio inmerecida.
Desafortunadamente Marco Terencio progresaba en su relación amistosa, y en su porfía, que ya llevaba todo el viso de obsesión, organizó reuniones en honor de la bella y ya poco esquiva misteriosa Locha. Citas que dejó plasmadas en un poema más largo que los anteriores y en el cual incursionó por el campo de los tercetos sin que le rindiera mejores resultados artístico, aunque al parecer sí de tipo utilitario.
Con la devoción propia del enamorado, Marco Terencio me mostró otro poema, el cual identifiqué en el acto como de Elías Nandino, convenientemente modificado. ¡Vaya, a qué extremos de plagio había llegado mi amigo, en su loca monomanía!
Fechada el 28 de junio de l986, me confió Marco Terencio, en vísperas del viaje que haría Locha en busca del doctor Rustum Dadh, el cual haría su año sabático en la Universidad de Columbia. Hasta antes de ese viaje la relación amistosa había ido creciendo lenta, pero firmemente. La urgencia de ir en pos del sabio persa se debía a cierta preocupación que atenazaba a la señora de las calles de Poe. Su voz, rica en matices graves, había ido enronqueciéndose más sin causa aparente, a la vez que su antes controlable tendencia a la obesidad se desbordaba; Locha había echado unos kilillos de más, de modo que aquello de “talle juncal” era pura metáfora. Ningún médico en la ciudad de México diagnosticaba la causa de ambos fenómenos y ella creía que tan sólo el doctor Rustum podía ayudarla y, puesto que dinero no le faltaba,voló a Nueva York.
Pero Rosa, me dijo Marco Terencio, no salió de viaje, pero tampoco le avisó, esto es, dejó a mi amigo creyéndola en Nueva York, sin embargo por una indiscreción de Tania, con quien había trabado amistad, se enteró de ello.
Estaba claro que Rosa no se comunicaba (lo hacía muy esporádicamente, por lo general era mi amigo quien se esmeraba en localizarla), porque pretendía la terminación del asedio. A media semana de la supuesta ausencia Marco Terencio “compuso” un poema, el cual también yo identifiqué en muchas partes del mismo, como original de Juan Bautista Villaseca, pero, al igual que con el de Nandino, preferí no polemizar al respecto, ya que intuía, podría causar una herida al amor propio de mi amigo.
Mi amigo nunca le entregó el poema, ¡qué lástima!, de haberlo hecho no le hubiera ido tan mal, porque se habría terminado la amistad. Pero no se lo dio porque cuando él le habló para darle la “bienvenida” de Nueva York, ella le confesó no haber viajado debido a problemas familiares que ya le contaría. Entonces se citaron a comer en el Club Japonés de Mixcoac; la comida sería al día siguiente de nuestra entrevista, cuando le entregaría el soneto corregido ligeramente por mí.
Y durante tres meses no supe más de Marco Terencio, hasta que un día a fines de octubre recibí un abultado sobre sin remitente, dentro del cual hallé una carta cuya lectura me alarmó sobremanera. Creo que para dar una idea clara de lo que le sucedía será mejor que la transcriba íntegramente:
“El soneto que me hiciste el favor de ajustar fue la llave del éxito, la puerta de las caricias y el espejo de la esperanza. Lochita quedó gratamente impresionada, me di cuenta porque me dedicó una mirada especial, una mirada que antes no había tenido para mí, una expresión en su rostro, tan dulce, que tuve la certeza de haber dado en el blanco de su corazón, con una flecha de amor, abrió el paraguas contra el silencioy derritió la nieve del deseo reprimido. Pasamos juntos toda la tarde, nos contamos parte de nuestras vidas y comparamos nuestros proyectos de vida para el futuro. De aquella conversación tan larga sólo un detalle me llenó de congoja; noté su voz ligeramente más ronca que de costumbre, ella confesó no saber a qué atribuirlo, ningún médico había dado con una causa física, pero lo peor residía en el hecho de que sus hijas también estaban padeciendo la misma ronquera y además subían de peso contra cualquier dieta. Yo afirmé que me gustaba así como estaba de gordita, pero Locha insistió en que debía de ver a Rustum, estuviera donde estuviera, pues sus hijas tenían problemas de escuela; Rosamaría, la mayor, había reprobado algunas materias y su engrosamiento suscitaba la suspicacia de sus compañeras que la creían embarazada. A la chica ya no le venía la ropa. Pero arreglado el asunto familiar, Lochita debía de partir el lunes siguiente a Los Angeles, pues había sabido que Rustum estaría allá.
“La invité al cine para el próximo sábado y ella aceptó. Y ahí juntos en la penumbra de la sala, mirando esa extraña película; la proyección avanzaba con sus escenas violentas, su lenguaje rudo y desinhibido extendiendo ante nosotros el tratamiento de la problemática sexual de los personajes, manteniendo un efecto erótico de escena en escena, que quiérase o no, se filtraba bajo la piel de los espectadores. Ella había cambiado de posición algunas veces en la butaca. Sus manos no estaban sosiegas, primero las puso un corto lapso en la barbilla, después jugaron con sus lentes, luego las juntó, las puso a mi lado, poco después del lado contrario y cuando las bajó a su regazo yo tomé una de ellas. Sus manos son pequeñas, de dedos muy finos, son las manitas de una princesa persa, manos inquietas, manitas nerviosas que al sentir el contacto con la mía, la aprisionaron suavemente.Yo exploraba su mano derecha con la yema de mis dedos; descubría la tersura de su piel, recorría con mi mano izquierda los suaves promontorios de la palma de su mano, enlazaba y desenlazaba mis dedos a los suyos en inconsciente imitación de algunas escenas que se sucedían en la pantalla.A su vez, con sus dos manecitas marfilinas correspondía idénticamente a mis exploraciones táctiles; luego retiró su mano izquierda y quedaron solamente dos manos, hablando mudo lenguaje de amor con la punta de los dedos.
“Ahí estaba yo con mis troneras y almenas, para la vida y para la muerte,para la tormenta y el escampado. ¡Qué inmenso era el deseo!
“No hacían falta palabras, nuestros dedos comunicaban con sus mutuas, lentas, prolongadas caricias y contactos todo lo que nuestras almas sentían. Recuerdo que alcé, dos, tres veces, su mano para besarla, para apoyar en ella mi mejilla, para conocerla también a través de pequeños ósculos cintilantes, de levísimas opresiones de sus deditos con mis labios.
“¿Besaba en ese momento una mano nada más? No, yo la besaba toda, en esa mano. Su mano era en ese instante no un apéndice de su cuerpo, sino absolutamente todo su cuerpo; al besar su dedo cordial le besaba el corazón también, y cuando rozaba su meñique en realidad rozaba su frente y cuando bajaba yo mis labios de la punta de sus dedos al centro del dorso de su mano, estaba en realidad besando su boca y quizá su vientre. Y así, con esos en apariencia inocentes escarceos táctiles de mano a mano, de boca a mano… ¡a la heroína de la película se la llevó el platillo volador! Y las luces se prendieron…
“Salimos del cine, la noche era tibia y en lo alto brillaban los luceros. No recuerdo, en verdad no lo recuerdo, de qué platicamos en el trayecto de regreso a su casa, supongo que los sucesos inmediatamente posteriores eclipsaron ese antecedente. Pero sí recuerdo con precisión que me estacioné justo frente a la entrada y apagué el motor.Tampoco recuerdo de qué comenzamos a hablar, creo que en ese instante lo dicho era secundario, importaba más lo sentido; y de nuevo tomé sus manos, creo que las besé otra vez, y luego aventuré un beso a su boca, a esa boca suya tan delicada y bellamente delineada, la cual, en vez de huir se acercó a la mía y nos dimos un primer beso tímido, de novios que por primera vez besan, y luego sin saber cómo, ya estábamos besándonos profunda, violenta, enfebrecidamente, una, dos, tres, no sé cuantas veces, hasta que separándonos busqué el contacto de su mejilla con mi mejilla, no como un respiro ni como un intervalo, sino como otro tipo de caricia que nos envolvía con una oleada de ternura, la eclosión del amor, del verdadero amor, no la consecuencia del arrebato momentáneo, sino la consagración del amor mutuo. Porque le susurré, con voz apagada, sofocada por la vibrante emoción, cuánto la quería. Porque quise tener un poco más de ella, algo más que esos besos enloquecidos, algo más cerca de su corazón, y deslicé atrevidamente una mano en su escote, y la bajé por su tibia piel, y busqué afanosamente su seno y lo aprisioné con suavidad para conocer su forma, para sentir sus palpitaciones y embriagarme con su perfume natural… y de nuevo nos volvimos a besar, otra vez largamente, con furia, como tratando de recuperar horas, años perdidos, como tratando de asir la belleza del momento en que se descubre una arrobadora pasión.
“Y otra vez juntamos nuestras cabezas como para expresarnos mutuamente y sin necesidad de palabras, que el amor no estaba tan sólo en aquellos locos besos, sino también en nuestros encabritados corazones.
“Y otra vez mi otra mano, ya segura de sí misma, volvió a recorrer la intimidad de su pecho hasta rodear por completo la soberbia forma de su otro seno y mis dedos buscaron temblorosos, estremecidos, el pezón esquivo, hasta que lo hallaron, pezón fino, largo y delgado, y lo acariciaron como acaricia un niño el pico rosado de una paloma asustada.
“Y cuando mi mano abandonó esa cálida forma palpitante, nos miramos larga y profundamente a los ojos, bebiendo en ellos el amor eterno.
“Le pregunté entonces si quería hacer el amor, y respondió quedamente que esa noche no. Cuando tú quieras, cuando tú lo creas conveniente, cuando tú consideres llegado el momento adecuado, pronuncié, y ya no hablé más porque todo estaba dicho. Prolongar aquel momento tan especial hubiese significado romper el encanto.
“La acompañé a la puerta y nos despedimos con un beso sencillo. Al alejarme, me mandó un beso con la punta de sus dedos. Esperé a que cerrara y luego arranqué y me fui.
“Al subir el dédalo de pasos a desnivel y encontrarme con la inusitada diafanidad de la atmósfera, me embargó una exaltación intensísima, producto de los imborrables acontecimientos vividos minutos antes; invoqué a Debussy, específicamente el Claro de luna interpretado por Tomita, pasajes que expresan mucho mejor que con palabras, la ardiente vehemencia erótico-romántica que a veces experimenta el ser humano en lo personal y que parece abarcar en ese momento a toda la humanidad.
“Amigo mío, no sé si estoy haciendo una buena descripción de lo que yo sentía en ese momento, creo que hay una imposibilidad de trasladarlo a lenguaje común y corriente, por eso me ayudo con Debussy, porque cuando el poder descriptivo del escritor se agota, entonces comienza la música, y en alas del Claro de luna cortaba la ciudad y la noche en dos, exacerbado por su recuerdo, en mi boca aún el sabor de su boca y en mis manos latiendo el dulcísimo calor de sus pechos.
“Cuando regresó de los Angeles me habló para decirme que le urgía verse conmigo, que fuera a su casa a tomar un café. Había estado ausente una semana, junto con sus hijas, que llevó de vacaciones. No pudo ver al doctor Rustum Dadh, quien de plano se negó a recibirla, pese a que se hospedaba en el mismo hotel. Noté que la ronquera le había aumentado un poco más, pero también su dislexia. Me sentí angustiado por la posibilidad de un cáncer en la garganta, pero descarté tal posibilidad porque Lochita no había fumado jamás.
“Comencé a hacer planes para salir con ella esa semana, pero me atajó pronto. Diciendo una palabra por otra, aclaró que lo nuestro no podía seguir, que esa era la última vez que nos veríamos. Cuando le pregunté el por qué de tan drástica e hiriente decisión, ella sólo contesto: Tengo miedo, y de ahí no la saqué. Hablé y hablé en defensa de nuestro amor, de la injusticia que cometía con nosotros, de que debía de enfrentar a sus fantasmas y sacárselos, pero todo era inútil, repetía que tenía miedo, sin precisar a qué o a quién.
“Esa vez yo le había llevado un casete grabado con la música de Tomita y con algunos boleros de Antonio Badú, el rey del feeling, música que ella había puesto en el pequeño aparato que descansa junto a su escalera. ¿Cuánto tiempo argumenté y argumenté? Tal vez una hora o más; ella callada, sentada en su sofá, trepadas las piernas arriba de él, vestida con un amplio vestido amarillo el cual, como siempre le llegaba mucho más debajo de las rodillas. Cuando terminé me la quedé viendo, ella tenía para mí esa mirada tan rara que nunca supe describir bien.
“Era la segunda vez que entraba en esa casa, la primera, cuando la cena que nos dio al Duque y a mí, por los artículos que le escribimos a De la Rosa (cuando Tania y su amante libanés nos echaron a perder la noche con sus impertinencias), no había visto bien la casa, es decir, la estancia y el comedor.
“Me tomé un respiro para grabarme bien aquel interior que sabía no iba a olvidar nunca, porque en él estaba perdiendo al amor de mi vida. El comedor con sus paredes revestidas de espejos, la estancia con sus dos sofás, estancia pequeña, en cuyas paredes colgaban cuadros y más cuadros. Descubrí un detestable De la Rosa, y otro; en la escalera tres más y un aguijonazo de celos me encogió el estómago. ¡De la Rosa había sido su amante hasta hacía poco! ¿De qué otra manera explicarse esa predilección por su abominable pintura? ¡Y seguro que se los había comprado, al infeliz!
Me senté al otro lado de la mesa de centro, en donde ella tenía dos libros, uno de reproducciones de Pedro Coronel, que ojeé, más por prolongar mi estancia ahí que por curiosidad intelectual, y lo abrí en donde tenía una rosa disecada, para marcar un cuadro titulado Tú, río solar, el otro libro era una historia de la moda y ella aparecía como modelo casual de Armando Valdéz Peza; hacía veinte años Locha había sido una joven muy delgada, pero eso sí, ya desde entonces resaltaba la turgencia de sus senos. Nos veíamos sin hablarnos y al fin apuré mi café frío y el resto de mi cuba de ron Potosí; me levanté y musité un entrecortado adiós, ella se levantó detrás de mí y cuando yo llegué a la puerta y comencé a abrirla, se me echó encima por detrás abrazándome y diciéndome tan sólo: ¡Marco, Marco!; ya no me moví porque sentí sus besos rodar por mi nuca, por mi cuello, y me di vuelta y la besé de frente y sin decirnos palabra ni movernos de junto a la puerta seguimos besándonos como la otra noche, y la hice retroceder de espaldas hasta llevarla al sofá y depositarla sin dejar de besarla, y ya sentados iniciamos otra furiosa batalla de besos y esta vez desabroché su blusa y saqué sus senos y me di a besarlos, no sin llamarme la atención esos pezones tan delgados y largos que se hacían más largos conforme a su excitación iba subiendo de punto; entonces ella me tomó a mí furiosamente y me dobló bajo el peso de su cabeza y me besó tomando la iniciativa, quise desabotonarle toda la blusa, no obstante que sus senos estaban al aire pues ya le había desabrochado el sostén, y qué cosa, al momento de buscar el broche en su espalda ella se asustó, no por el hecho sino como si recordara algo, y es que en su espalda sentí una vellosidad fuera de lo común, pero no estaba para fijarme en eso, eso más tarde lo recordé, sino para acariciarla y pretendía abrirle más la blusa pero ella lo impidió y sobre todo, que la blusa y por lo común los vestidos que siempre usaba tenían un ancho cinturón debajo de los senos y por eso no pude descubrirle el torso como era mi deseo.
“Las niñas están arriba” – me dijo al oído y me aquieté un poco, lo cual aprovechó ella para guardarse sus magníficos senos. Ya no se habló de ningún adiós, pero ella me anunció que viajaría de nuevo en busca de Rustum Dadh, que estaría en Miami esa semana. Quedó como valor entendido que la separación sería temporal y que a su vuelta todo volvería a la normalidad.
“Durante la semana que ella estuvo en Miami le compuse una oda a sus senos, en dos tiempos, algún día te la mostraré.
“Cuando regresó me habló, era urgente que fuera a su casa en la tarde del siguiente día. Por el tono de su voz supe que el miedo, ese miedo feroz que la distanciaba de mí, hacía presa de ella otra vez. La llevé, a modo de escudo contra la terminación de nuestro noviazgo, su oda en dos tiempos. Creo que ya la conocía bien; en efecto, después de escucharme sobre planes a realizar, me contó haber visto finalmente a Rustum Dadh, quien la atendió durante diez minutos y declaró que nada podía hacer por ella, porque los males que la aquejaban no eran “de este mundo” y sin más explicación la dejó casi con la palabra en la boca, yéndose incluso de Miami. El miedo, el miedo a lo desconocido, dijo con voz cada vez más ronca, equivocando más palabras que nunca, se interponía entre nosotros. Era necesario separarnos. Yo sin decir nada le leí su oda a los senos y al terminarla y sin permitir que siguiera negándose le receté otro faje heroico, pero esta vez fui un poco más allá. Como su tocacasetes es de repetición automática ya teníamos más de una hora de oír a Tomita y le pedí que cambiase a Badú, ella se puso de pie, llevaba un bonito vestido color durazno, con su imprescindible anchísimo cinturón justo debajo de los senos. Mientras buscaba la cinta me coloqué detrás de ella, le metí la mano por debajo de la falda del vestido y la subí hasta donde el cinturón me lo permitió, deslizando mi mano debajo de la pantimedia y la pantaleta sobé sus nalgas al pelo, las cuales me desilusionaron un poco pues son más bien planas, sus glúteos poco abultados; con la punta de los dedos toqué su vello púbico y lo surqué en busca de su hendedura, la cual no ofreció resistencia pues chorreaba lubricación vaginal. No fue difícil meterle el dedo cordial en busca de su clítoris, sin embargo no hallé el pequeño botón del placer, muy pequeño debía tenerlo o muy excitado estaba yo, porque mis exploraciones no fueron fructíferas; aquel escarceo servía de prolegómeno nada más y volvimos al sofá mientras Badú cantaba Distancia, de Arcaraz; no quiso continuar en el sofá porque las niñas podían bajar de un momento a otro y la llevé hasta el rincón más oscuro -de aquella ya de por sí lóbrega estancia- que estaba en el comedor, junto a la pared de espejo y ahí volví a meterle la mano, esta vez por delante, alzándole de nuevo la falda del vestido, pero con mucha mayor dificultad porque el cinturón me impedía maniobrar libremente. Quise quitarle el cinturón también, pero ella se opuso vivamente, de modo que mientras le besaba sus espléndidos pechos, que me pareció incluso le habían crecido, volví a explorar su pubis, encontrándolo ancho, Lochita tenía un monte de Venus bien poblado, y de nuevo a la ranura húmeda y sin lograr la localización del clítoris; ya la presionaba para que nos echáramos al suelo, a la alfombra y rodáramos debajo de la mesa, cuando se produjo un ruido y se encendió la luz de la escalera. Apresuradamente compusimos nuestras ropas, me subí el cierre que Lochita me había bajado para a su vez apretar con fiereza mi miembro, la voz de la hija menor destruyó el momento; Mamá, tengo hambre dijo la pequeña con tono desusadamente gutural y Locha corrió a la escalera, yo detrás de ella, y aunque en una clara maniobra de ocultamiento tomó a la niña entre sus brazos para impedirme verla, pude notar fugazmente que estaba demasiado gordita, muy mofletuda; la subió y algunos minutos después bajó; con la expresión muy triste y dándome un beso tierno me pidió que me fuera, que me fuera para siempre.
“Y me marché, pero no para siempre, esta vez el viajero fui yo, tuve que ir a Zacatecas, precisamente Zacatecas, en donde ella había vivido algunos años, y en vez de que la distancia fuera bálsamo para mi dolor, porque ahora sí tenía la certeza de que, cada acercamiento amoroso, en vez de juntarnos nos alejaba, además creía verla en cada esquina, en cada calle, en cada balcón. En la vigilia de mis insomnios le compuse otro poema, me esforcé por escribir uno totalmente original dentro de la poesía erótica. Y como de aquella última sesión había salido yo con mis manos impregnadas de su olor vaginal, aroma que estuve oliendo toda esa noche porque era una forma de retenerla a mi lado, proveché su persistencia y escribí un poema dedicado a su aroma vaginal.
“Tuve que mandárselo por correo porque no quiso recibirme más. Tampoco atendía mis llamadas telefónicas, apenas oía mi voz, colgaba. Entonces monté guardia en la calle de Poe, frente al árbol macabro, cuya figura me pareció más siniestra que nunca, pero ni ella ni sus hijas salían; ella, a veces, pero ¡vestida con chador persa!. Velada de pies a cabeza, sólo sus ojos maravillosos fulguraban por las rendijas del velo; sabía que era ella por ese balanceo tan peculiar que distingue su paso. Salía con rapidez y alcancé a ver que la hija mayor, también envuelta en chador cerraba y abría el portón a la salida y entrada del coche negro.
“A fines de septiembre recibí una llamada suya. En un viaje relámpago que hizo a Zacatecas, en compañía de sus hijas, le habían robado, porque la casa se quedó sola, había despedido a la escasa servidumbre que siempre tuvo. Me rogaba fuese a verla para que le ayudara a denunciar el robo.
“Me recibió en chador, me contó los pormenores y fuimos a la novena delegación a levantar el acta. Durante la espera me relató una vieja historia de embrujamiento por parte de su ex suegra, a quien finalmente se le revirtió el “trabajo” debido a la limpia de un afamado taumaturgo: regresamos a su casa. Lochita hablaba con dificultad, el levantamiento del acta resultó penoso por las repeticiones. Y en la sala de su casa Lochita sólo corrió el velo un momento para mirarme de ese modo tan raro que ella tenía a veces, cuando experimentaba una profunda emoción, una mirada que en ninguna otra mujer he hallado, me dio un beso rápido de agradecimiento y me llevó hasta la puerta.
“No me di por vencido, ni me marché triste, aun cuando era patentísimo que algo la trastornaba, y no precisamente el robo. Teníamos que volver a ratificar el acta en quince días y pensé que en ese lapso podría cambiar si le enviaba un poema que la conmoviera. Entonces recordé el título del cuadro de Pedro Coronel, “Tú, río solar” y me concentré. No fue como los otros, en los cuales invertí noches enteras para lograr algo decoroso, éste me salió repentino y se lo envié también por correo.
“En la fecha señalada llegué para ratificar el acta en la delegación, pero ella ya no quiso ir. No tiene caso, alegó. Entonces le pedí que me enseñara su despacho, al cual nunca había entrado. Accedió -siempre de chador-, pues me dijo que lo merecía por ese bello poema que había recibido. En el despacho figuraba en lugar de honor un De la Rosa más grande que los demás, pero el tamaño no cambiaba su estulticia. Era un despacho amplio, amueblado con motivos persas, de buen gusto. En una mesita esquinera contemplé los retratos de sus difuntos padres: ¡que gordos eran!, parecían, parecían… borré el pensamiento que me vino y la seguí hasta su escritorio, tomó asiento en su sillón oriental y yo me situé detrás de ella, Comencé a acariciarle el pelo, que noté descuidado, se le notaba la raíz negra, luego me situé frente a ella y la besé en la frente sobre el velo, entonces ella se arrancó el velo y volví a besar su frente, sobre la piel, ya que no era la piel tan fina que tantas veces había besado fervorosamente, después besé sus párpados, y su nariz –“la pinochita” como decía ella-, que también me pareció cambiada, como engrosada, su boca la cual no quiso abrir, puse en ella un beso casi casto y entonces, sobre el chador le toqué el seno derecho y ella bajó la parte superior del tocado casi contorsionándose para ofrecérmelo desnudo y lo tomé entre mis manos y lo besé y mordí suavemente una vez más y noté como la rosada aureola de su pezón enrojecía hasta tomar un color bermellón oscuro que me sorprendió, y como la punta de su pezón crecía hasta endurecerse notablemente como todo el seno, que se hizo de una dureza marmórea, acentuando el color marfilino debajo del cual destacaban las finas venas azules hinchadas de deseo, como yo, que me consumía y entonces ella se levantó y cubrió con rapidez hombro y cara y yo intenté besarla de nuevo, ella esquivó mis movimientos y al preguntarle el por qué de su actitud, respondió: Es que no tiene caso, y al insistir me asaltaron los celos y pregunté: ¿Ha vuelto De la Rosa?, ella negó con un movimiento de cabeza e insistí, celoso: ¿Tienes otro amor?, y entonces ella pronunció muy bajo como con pavor: Son cosas antiguas, lo cual era un subterfugio pueril, y furioso, creyendo que en realidad se trataba de otro galán y que no quería decírmelo, salí de la casa sin mirar hacia atrás.
“Salí pensando en que ya no me quería. Llegué a casa pensando en que sí me quería, pero que ella creía no quererme. Me aferré a esta segunda idea, Ella me quiere, pero se resiste a reconocerlo, algo le pasa, algo la está cambiando pero a mí me corresponde volverla en sí, a que tome conciencia de la realidad, que asuma el papel de mujer adulta y libre, se deje de orientalismos, de prejuicios y vuelva a mí. Entonces le escribí un largo, larguísimo poema en cuartetas, más de veinticinco, que no voy a transcribir íntegro porque imagino que esta carta mía ya te está resultando demasiado larga y quizá aburrida..
“Lo puse en un sobre y fui a su casa y lo deposité en su buzón. Después me regresé a la mía a esperar su reacción, su llamada, la señal de que todo se olvidaría y que finalmente, después de tantos meses de incertidumbre, de titubeos, de miedos y de fantasmas, consumaríamos nuestro amor.
“Durante los días que aguardé te escribí esta carta, amigo mío, por dos motivos, para que me orientes sobre mis pobres versos, que a veces me parecen flojos, y sobre todo, para que sirvas de testigo en nuestra boda, tú, que has sido testigo de mis angustias, porque Rosa me habló ayer en la noche y me citó en su casa. Me dijo, con voz extraña, casi inaudible: Marco Terencio, te quiero, y mucho, pero a mi modo, ven cuanto antes.
“Y cuanto antes es hoy, esta noche. Ya recibirás noticias mías. Afectuosamente, Marco Terencio. Noviembre 6 de 1986.”

Al terminar la lectura todo me resultó perfectamente claro, pavorosamente claro para definir con exactitud la situación; los cambios, los miedos de Rosa, su enfermiza obsesión por lo persa, su búsqueda de Rustum Dadh, su enclaustramiento final y su aparente desamor por mi amigo y claro, esa decisión final de recibirlo no obstante el anterior adiós definitivo, porque ¡Lochita era lemúrida!
Recordé mis viejas lecturas de Las mil y una noches en donde se hacían veladas alusiones a los lémures de Persia; ligué a ello el origen persa de los padres de Locha y su inmensa gordura, el repudio de Rustum Dadh y sumé dos más dos: ¡increíble, tenía que comunicarme con Marco Terencio antes que fuese tarde! Su teléfono no contestaba. Recordé también que tenía un amigo en la Universidad de Columbia y le hablé, le rogué que me comunicase con Dadh. Mi amigo era persona importante ahí y logró el enlace. Le confié mis sospechas a Rustum Dadh y él me las confirmó, esa mujer –dijo- es una lémur persa debido a un atavismo horrible, una regresión genética de que se salvaron sus padres venidos de Persia, pero no ella, se convirtió en lémur junto con sus hijas. Cuando me habló noté los signos, pero no quise intervenir porque de nada serviría, una vez iniciada la metamorfosis nada la detiene, sólo le advertí que ella y sus hijas se apartaran de cuanto ser querido tuviesen, pues tarde o temprano… lo que siguió diciéndome Rustum Dadh me hizo temblar de horror… y concluyó diciéndome que en la antigua Persia y a veces ahora en Irán, cuando se descubren casos de esos, la gente tira a matar sin más averiguaciones, por eso, en caso de ir en busca de mi amigo, me aconsejó llevase el arma más poderosa que tuviera… y que disparara sin compasión.
Tenía las señas de la casa donde vivía la señora de las calles de Poe, llegué y la localicé sin dificultad, iba armado de una 38 especial, salté la reja pues nadie respondió a mis insistentes timbrazos, me encontré en el patio, atrás del coche habían dos puertas, una que supuse daba a la estancia en la cual pasó aquellas horas tan felices Marco Terencio y la otra, la del fondo, al despacho de su amada. Y fue aquella puerta la que se abrió, una grotesca figura blanca apareció en el vano en penumbra y me dijo con una voz que tenía poco de humana: “Venga…acá…lo que busca…”, avancé y no quise perder el tiempo, a dos pasos de distancia le metí un tiro en la frente, luego entré en el despacho y vi dos cuerpos que se me avalanzaron, tampoco perdí la serenidad, les vacié la carga de mi pistola. “¡Marco Terencio!”, grité, a sabiendas de que no obtendría respuesta, busqué el interruptor de la luz y la prendí; laescena casi me volvió loco, el cuerpo de Marco Terencio, por completo destrozado, la cara mordisqueada, los brazos separados del tronco, horriblemente consumidos a dentelladas, los cuajarones de sangre, los intestinos regados por todo el piso, ¡qué asco! Vomité.
La policía prefirió no darle publicidad al caso, así de increíble resultaba. Algunos días más tarde, ya repuesto de la crisis nerviosa que me produjo la trágica muerte de mi amigo, no pude menos que compadecerlo infinitamente, porque el amor de su vida, ¡siempre había sido una cerda! Al fin cedí a la tentación reprimida de representarme la escena de amor que precedió a su muerte. Él con certeza, despojándola del chador, descubriendo que aquellos maravillosos senos que fueron su delirio, eran ya dos infames ubres, descubriendo además, la causa por la cual jamás se había dejado ella acariciar el vientre, la causa de que usara esos cintos, porque debajo de sus dos hermosísimos senos tenía otro par más, y luego otro y otro y así hasta llegar al vello púbico, senos que probablemente siempre tuvo y que crecieron cuando la regresión atávica la comenzó a invadir, porque así la vi yo, ya muerta por ese tiro en la frente, sus dos hileras de tetas entre cerdunas y humanas, asquerosas, sencillamente asquerosas. Y su boca “tan finamente delineada”, era el hocico rojo, ahíto de engullir carne humana, de una cerda adulta provista de formidables mandíbulas casi de jabalí; y en su tersa espalda, convertida ahora en innoble lomo, corría una línea de pelos gruesos de repelente aspecto.
Muchos meses después, al leer los poemas de Marco Terencio por última vez, cambié las cuatro líneas de su Oda a tus senos, en dos tiempos, pensando en que quizá, cuando sintió la primera tarascada del hocico de su Lo Sha en el cuello, cuando le desgarraba la yugular, pudo haber escrito:
Y fue en tu casa,
tu torso ya sin ropaje,
que me despedí
para el irreversible viaje.

Alebrije 4