Alebrije 5

La embajadora

Cuento por Gonzalo Martré

 

Conocí al presidente mexicano cuando fuimos a llevarle la condecoración que el Dr. Carbonell había de imponerle. ¡Ay, que viaje inolvidable! Por supuesto, mi marido era gran amigo del embajador Carbonell, por eso Carlos le confió esa misión tan delicada. Asistimos a la ceremonia que se llevó a cabo en la mansión presidencial ¿cómo se llamaba? Por aquí tengo los recortes de los periódicos mexicanos; sí, Los Pinos. Yo esperaba encontrar una residencia solariega en medio de un tupido bosque de coníferas, pero me decepcionó porque de tales árboles unos cuantos raquíticos y la casa…nada del otro mundo. Grande, sí porque ahí también habían oficinas del gobierno, repletas de gente de mirada torva.

Gervasio y yo quedamos a un costado del Dr. Carbonell mientras éste pronunciaba un discurso admirable citando a dos patrias hermanas, a dos pueblos unidos por la democracia y la libertad, tan idénticos en genealogía y costumbres. Durante el acto el presidente no me quitó la mirada de encima. ¡Y con razón! No había ahí mujer más bella que yo. Pero él, muy discreto me sonreía imperceptiblemente. Si puede caber la frase “me sonreía con los ojos”, allí se hizo realidad. Sin medir equívocos, yo correspondí a su sonrisa con otra menos escondida. ¡Qué guapo era!

Al terminar la ceremonia, todo el mundo, cubanos y mexicanos presentes, se abrazaron entre sí. Cuando llegó mi turno de abrazar al presidente sentí con toda claridad como fluía a través de sus brazos, a través de sus finas manos, un cálido mensaje de identificación íntima. A los16 años fui la reina del Yachting Club de Varadero y, si no acepté mi candidatura para reina del carnaval, que a no dudar hubiera ganado, es porque me repugnaba exhibirme ante la chusma. Una debe conocer los límites de la vanidad. A los 26, en la plenitud de mi belleza, ¡qué Rosita Fornés ni que Maritoña Pons! Cumplido el programa del protocolo, seguiría un coctel privado en nuestra embajada , para después salir Gervasio y yo rumbo a Acapulco y luego a Miami donde planeábamos pasar la temporada; cuando ya nos despedíamos nos detuvo el presidente y fijando en mí sus asombrosos ojos oscuros pero hablando al Dr. Carbonell, dijo que una ceremonia con la trascendencia de esa, no podía terminarse con un simple adiós. Que él, enternecido por distinción tan significativa había ordenado un sarao en uno de los salones de la Secretaría de Relaciones, para esa noche.

El Dr. Carbonell como experimentado diplomático, aceptó conmovido aquella muestra especial de afecto fraterno y prometió la asistencia de todos los cubanos presentes en ese momento. Fue más tarde, cuando en su compañía íbamos rumbo al hotel Reforma en donde nos hospedábamos, que nos explicó lo inusitado de aquel convite fuera de programa, pero lo achacó a la hospitalidad proverbial del mexicano. Por fortuna yo iba preparada para una eventualidad así, pues en México acostumbrábamos a dar muchas fiestas y traía conmigo un guardarropa recién adquirido en París.

La recepción en verdad fue íntima, pues aparte de la comitiva cubana no estaban presentes sino el presidente, el canciller mexicano, el jefe del protocolo, dos o tres funcionarios menores y un señor muy simpático que me fue presentado casi desde que nos sirvieron la primera copa: don Enrique Parra Hernández, sin ningún nombramiento importante dentro del gobierno, pero que, a todas luces gozaba de la preferencia del presidente. La orquesta típica del maestro Lerdo de Tejada amenizo la reunión tocando valses mexicanos y aires populares nuestros de la inspiración del maestro Lecuona. El presidente bailó conmigo medio vals y casi no me dirigió la palabra, creo que perdió el aliento con el escote de mi vestido. En cambio Parrita (como después supe que le llamaban todos los funcionarios al señor Parra Hernández), bailó conmigo dos piezas y charló mucho y cuando se enteró de que iríamos a pasar unos días en Acapulco suspendió el baile y fuimos a hablar con mi marido, quien se lo confirmó y entonces declaró que por ningún motivo permitiría que nos alojáramos en un vulgar hotel, que nos hospedaríamos en la casa del presidente en Acapulco, en una caleta preciosa desde donde se contemplaba una magnífica vista marina. Gervasio no pudo declinar tan generosa atención y aceptó.

Al día siguiente partimos en avión oficial, y desde que pusimos el pie en el aeropuerto de Acapulco fuimos objeto de un sinnúmero de cortesías. Un coche oficial nos llevó a la casa del presidente (Parrita tenía la suya contigua) donde el mayordomo puso a nuestra disposición las instalaciones. Hallamos pocos criados, pero muy eficientes y serviciales; teníamos todo cuanto necesitábamos y en el remoto caso de no haber algo que se nos ocurriera, a la media hora, a la hora o a más tardar en medio día lo ponían a nuestro alcance.

¡Qué mesas! Cuidado que el presidente de México tenía clase. Viandas exquisitas y vinos que ni en París se consiguen. Bebíamos champaña como agua de uso. Todos los días hablaba Parrita a media mañana para saber como hallábamos el servicio y que más se nos ofrecía. A estas alturas yo ya no sabía si me cortejaba Parrita o el presidente, porque sólo a Gervasio se le podía ocurrir que tanta galantería era en nombre de la amistad méxico-cubana. Me fui inclinando por creer que Parrita, porque el presidente jamás llamaba, y a veces también dudé de Parrita porque además de muy correcto en sus llamadas que yo casi siempre contestaba, lo sentía distante.

Al cuarto día de estancia en Pichilingüe (que así se llama esa recóndita ensenada), Parrita habló mientras Gervasio hacía la siesta y yo leía una novela de Corín Tellado, y esa vez pasó de las cortesías habituales a otras preguntas más directas. ¿A mi marido le gustaba la pesca o la caza? O nada de ello. Yo le informé que Gervasio era un cazador inveterado, que en Cuba se me ausentaba hasta dos o tres semanas y que había hecho un viaje a África de donde se trajo la cabeza de un elefante, de un león y no sé cuantas otras piezas.

Parrita me confió que el presidente pensaba mucho en mí y que lo había deslumbrado con mi belleza pues, a la perfección clásica de mis líneas unía yo esa zalamería sensual y ese trasero que tan sólo las cubanas poseen.
Y yo le agradecí el piropo en nombre de mis paisanas y le pedí que transmitiera las gracias al presidente por ese elevado concepto.

Esa tarde, cuando regresamos de un paseo en el yate presidencial que se llamaba Sotavento (nada del otro mundo), después de recorrer la gran bahía y dejar que el crepúsculo nos anonadara con los mil cambiantes tonos en el horizonte, Parrita telefoneó a mi marido y lo invitó a una cacería en las montañas próximas. A Gervasio le encantó la idea y planearon realizarla para el fin de semana. Parrita -según me contó Gervasio- quería que yo fuera, que si la zona era abrupta y la jornada fatigosa, buscarían todas las comodidades para mí, dado que iría con la caravana el célebre y experimentado cazador mexicano don Pablo Bus. Gervasio le aclaró que a mí no me interesaba ese deporte y que probablemente yo preferiría quedarme. Algo ya me iba imaginando, e insistí un poco en ir, para que de Gervasio saliera la indicación de mi permanencia en Pichilingüe. Yo insistía más y más, entonces él, aparte de pintarme un cuadro de penalidades que sólo a los cazadores complacían, me tentó portándose magnánimo y dándome mil dólares para que los gastara en las tiendas de Acapulco ese día. Aparenté resignación.

Parrita llegó la víspera de la cacería y se hospedó en su casa en donde nos ofreció una cena digna de los duques de Windsor, quienes por cierto, en unas vacaciones recientes se habían hospedado ahí, lo mismo el príncipe Bernardo y el infortunado rey Carol de Rumania. Nos mostró un álbum (el álbumo real, dijo) donde aparecen compartiendo su “humilde” mesa. ¡Y nosotros sentados en el mismo afelpado que ocupó el duque de Windsor y Wally! ¡Qué honor! Un hedonista, ese Parrita. De mí casi ni se ocupó, todo el tiempo estuvo charlando de cacerías con Gervasio.

A las once nos retiramos porque ellos debían de madrugar. A las ocho me despertó una mucama llevándome el desayuno al lecho y me advirtió que todo el servicio, incluyendo una escolta militar permanente, iría a una festividad religiosa y que la casa quedaría a mi entera disposición casi todo el día. Me entregó las llaves, me indicó una comida fría en la nevera y me quedé sola. A las nueve, cuando bajé, no había ni alma. Decidí tostarme al sol enteramente desnuda, junto a la pileta interior. A las diez oí un ruido y pasos de hombre. Intuí que era él, pero se alejaba del jardín porque seguramente me había visto ahí tendida. Me enredé en la toalla y esperé su vuelta. Entonces él regresó…¡ha sido el día más inolvidable de mi vida! ¡Qué cosas hicimos! En todo el día no me puse el traje de baño. A ratos –después de hacer el amor- me cubría con una negligé transparente y a ratos…¡sin nada!. Él también, o en traje de baño o desnudo, retozó conmigo por todos los rincones de la casa, el jardín o la playa. A las cuatro de la tarde me sentí un poco inquieta por el probable regreso de los cazadores o de los criados, pero él me aconsejó que perdiera cuidado, todo lo tenía previsto, ni unos ni otros aparecerían sino hasta después de su partida. A las seis de la tarde nos despedimos, me dijo que hubiese querido pasar la noche conmigo, pero que en la capital un grupo de taxistas revoltosos le estaban creando problemas y que debía de ir a ponerlos en su sitio. Ambos nos vestimos completamente para la despedida –una copa de champán- y me confesó que era la mujer más atractiva que había conocido en su vida, incluyendo a la María Félix y a la Leonora Amar, lo cual ya era decir.

Tres días después, Parrita nos despedía en el aeropuerto de la Ciudad de México, cuando salíamos para Miami. Nos llevó a la sala de honor y ahí nos hizo entrega de los regalos que nos enviaba el presidente, quien se disculpaba por no estar en ese momento con nosotros, debido a los problemas –en aumento- del grupo de apátridas taxistas de filiación procomunista. A Gervasio le obsequió un rifle Winchester de 1890, pieza del arsenal presidencial, de las cuales existían únicamente alrededor de sesenta en todo el mundo. La culata tenía realzada en madera la cabeza de un toro de cuernos muy largos; significativo y delicado modo de recordarme aquel hermoso día. A mí un brazalete que, a decir de Parrita –relato que no creí mucho-, había pertenecido al emperador Moctezuma. Un brazalete de oro macizo y con trece ópalos rarísimos engarzados. Ahí mismo me lo puse.

Dos años más tarde, cuando ya ni Carlos ni él eran presidentes, volvimos a México en otra misión diplomática, y aunque permanecimos allá más de un mes, no fue posible concertar otro encuentro con el ya ex mandatario. Nadie sabía o nadie quiso darnos su nuevo teléfono y, el antes omnipresente Parrita era un fantasma inasible. Entre nuestras últimas actividades , fuimos –invitados por nuestro embajador- a una exposición de máscaras precolombinas la cual viajaría próximamente a La Habana. Yo llevé mi brazalete, el cual originó la curiosidad de un señor que pidió le fuésemos presentados y dijo llamarse Alfonso Caso. Me preguntó cómo había adquirido yo mi brazalete y al confiarle que era obsequio de un personaje muy importante, él sonrió sardónicamente y me pidió que lo donara al Instituto Nacional de Antropología e Historia pues era una joya de incalculable valor histórico para México. Yo, por supuesto, me negué, le dije que era la más preciada de mis joyas, para mí tenía un valor estimativo muy superior al intrínseco. Respondió que para la nación mexicana también, dado que el brazalete había pertenecido al emperador Moctezuma. Me pidió verlo de cerca y yo, por las dudas no me lo quité, sino que abandoné en sus toscas manos mi brazo. Me señaló ciertas figurillas grabadas sobre el oro con mucha delicadeza y, que a mí no me dijeron nada, pero ellas constituían la prueba inequívoca de su origen. Insistió en que lo donara y me negué por segunda vez. Entonces me aconsejó que lo hiciera por mi bien, porque esa pieza era de mal agüero; recién arribara Cortés, un capitán azteca había degollado a un príncipe zapoteca para arrebatársela y cuando Moctezuma se lo puso la mañana que recibió al Conquistador por primera vez, aún conservaba la tibieza del difunto y fue esa joya la que despertó la codicia del capitán hispano. Por cuatro siglos no se supo de ella hasta qué, en una excavación hecha unos tres años atrás en un lugar llamado Puente de la Morena, en la ciudad de México, un obrero encontró el fabuloso tesoro de Moctezuma. Lo primero que halló fue el brazalete y no pudo guardar más porque otros trabajadores desenterraron otras piezas y el presidente ordenó que el tesoro le fuese llevado intacto. Aquel obrero se jactó de haber burlado la vigilancia y su indiscreción le costó cara porque la policía lo secuestró y torturó hasta hacerlo devolver la joya; el presidente quería para sí todo el tesoro, algo que no le pertenecía –dijo Caso-, patrimonio de la nación; visto que el obrero era un parlanchín, la mejor manera de silenciarlo fue asesinándolo y así lo hicieron. Después de ese ejemplo nadie se atrevió a dar por cierta la existencia del tesoro cuyo verdadero monto quedó en el misterio. Pero tan truculenta leyenda no me amedrentó y conservé el brazalete.

Ahora creo que el señor Caso tenía razón, pero aunque entonces rechacé la leyenda negra y la tildé de patraña, por las dudas guardé la joya en la bóveda del First National Bank en La Habana y me la ponía tan sólo en las grandes ocasiones. Luego vino la maldita nacionalización y a tiempo me la llevé a casa. Desde ese momento me abrumaron las calamidades, perdimos todo a manos de esa injusta revolución; Gervasio murió de un infarto, Gladys, que conocía el escondite de las joyas, que sabía su valor, lo que significaba para mí, anoche fue por ella, robándome, mi propia hija, tan desconsiderada, para llevarse el recuerdo más entrañable de mi vida, aquellos días en México, que entonces era igualito a como fue Cuba, ya todo como un sueño, un sueño de amor muy lejano y difuso que se hacía realidad cuando contemplaba el brazalete imperial, entonces parecía estar entre sus brazos, aspirar su aliento, recorrida toda, estremecida toda –lo que se llama toda- por ese fino bigotillo cosquilleante. Y ayer mi hija lo robó antes de embarcarse en Mariel para Miami y hoy -¡maldita!- ni eso me queda, pero así le irá.