DIOS VIVE DE LOS CAYOS PARA ABAJO, cuento por Martha Sepúlveda

 

DIOS VIVE DE LOS CAYOS PARA ABAJO

Cuento por MARTA SEPULVEDA (Colombia)

Aquí, desde donde se ve el bosque sin la nariz pegada al árbol, se da uno cuenta de lo que tenemos en nuestros países “tercermundistas” aunque suene el término un poco arcaico. Nadie por debajo de los cayos de la Florida tiene un trabajo seguro, todos vivimos con el santo en la boca, en busca de la oportunidad de construir un futuro para nuestros hijos, a cambio de eso, obtenemos sonrisas ambiguas detrás de los escritorios en las oficinas de empleo, mensajes de “lo llamaremos en caso de que se ofrezca algo” y un millón de perlas parecidas.

Pero ¿quién dijo que eso nos ha robado la capacidad del gozo latino? Esa posibilidad que el realismo mágico reivindicó para nosotros, de convertir la mierda en abono orgánico y hacer de nuestra tierra hipotecada en dólares, un paraíso portátil que trasladamos a donde la noche y las inclementes condiciones nos lleven. Aquí en Miami, la herencia protestante de los americanos de que el cielo se logra por méritos laborales, se cuela sigilosamente entre todos sus habitantes sean de donde sean; todo mundo olvida su memoria genética y pelea por los recibos de la estación de servicio, de los supermercados, de los pagos al seguro médico y de los restaurantes a donde van una vez por semana -si no están exhaustos-, a ventilar su nostalgia y a olvidarse de los problemas del trabajo. No hay nada gratis, pagas tax por el derecho a comprar el mercado, a tener una casa, a conservar un trabajo o una pareja que se ajuste a la disciplina de producir para merecer el aire que respiras. Pero la plática se ve, puede que se la roben, pero algo dejan para mantener las calles pavimentadas, la justicia funcionando cuando el delincuente no es famoso o millonario, los hospitales con dotaciones dignas y medicinas disponibles, aunque te atiendan cuatro horas después de la cita.

Todo es posible en esta tierra del sueño americano. Todos tienen carro, celular y DVD, pero no lo disfrutan, “time is money”; construyen piscinas en los patios de sus casas y sólo las usan para servir de escenario al show de asar hamburguesas cuando invitan a los vecinos. Si tienes una emergencia médica, amorosa o de cualquier tipo, te vas para el otro mundo sin avisar, desangrado, deprimido o borracho, nadie contesta el teléfono, no está permitido responder llamadas personales en horas laborales y después de ellas, se volvió costumbre. Las ancianas se mueren frente a sus televisores, han venido a esta tierra sureña del norte, a morir como los elefantes, lejos de sus familias pues nadie quiere un estrobo en su casa y las encuentran ocho días después, cuando un vecino reporta un extraño olor en el apartamento de al lado.

En cualquier domicilio de nuestras patrias bobas, ya no hay millonarios, hasta los nuestros se vinieron a vivir aquí, ni empleados de veinte años de antigüedad, pero siempre una puerta abierta, un café, un mate o un abrazo para el que lo necesite; y Dios en contraprestación hace sus milagros a manos llenas. No hay empleo, pero si vas a comprar un tiquete aéreo, no hay cupo, ya todo está reservado; los hoteles nacionales están que revientan en alta temporada. Si buscas un carro para reemplazar el que tienes en primer lugar, ya no te dan ni la mitad de lo que te costó hace un par de años, y no hay para entrega inmediata, todos están vendidos; si construyen un edificio frente a tu casa, el valor del metro cuadrado es diez veces mayor que lo que pagaste por el tuyo, pero ya no hay disponibles.

Si vas a matricular a tu hijo en un colegio privado, el bono vale 7 000 dólares y los niveles están completos. Todos trabajan, pero el dinero no se ve.

Sin embargo, cada semana hay un cumpleaños, un partido o un reinado que sirvan de disculpa para la rumba. No te vas a vivir con alguien pensando en que en ocho días te dice: “Cariño, la renta vence el primero”. Un abrazo no se mendiga y cada vez que te saludan te dicen: “Qué rico verte” y sabes que no es una simple cortesía verbal. Claro, si Dios tiene una casa en la Tierra, esa queda de los Cayos para abajo no cabe duda, pero sus negocios los despacha de Miami para arriba, El en su infinita sabiduría, es absolutamente feliz con nuestra malicia indígena y nuestros corazones sin puertas y sin ventanas, sin embargo no hubiera podido usarlos para construir una nave y viajar al espacio de vacaciones.

Y si alguien de Colombia viene para Miami, le pido a mi familia lo que los presos le piden a las suyas: libros y cigarrillos, acá el tiempo es largo y el cáncer sale muy caro.

“Mujer en ruta”, fotografía de J. R. Ruiz (México-Canadá)