Las culturas y los libros: dimensiones de la biblioteca pública de Vancouver
Artículo por José Tlatelpas
Para Paty Spoonhead
El edificio de la Biblioteca Pública de Vancouver es una dimensión íntima de muchas soledades.
Desde el origen de todos los vientos vienen almas perdidas a buscar encuentros por las rutas sagradas de los libros. A veces, los textos ofrecen sueños, ambiciones, amor, confidencias, luz.
Diría que es un corral donde becerros de verano y becerros perdidos trotan entre las pasturas virtuales de arquitecturas locas. Aquí navegan por telarañas de oro los humanautas buscando una voz, una esperanza, el pecado, secretos, comprensión.
Los trabajadores de la biblioteca trabajan. Algunos sueñan, otros están prisioneros. A veces, no puedo resistir la tentación de abandonar los libros y, clandestinamente, leer los sueños de los ciudadanos lectores y los ciudadanos ofrendadores de lecturas. Como un coyote en la colina, los observo con mis ojos fijos, cuidadoso, inadvertido, natural, salvaje.
Ahí he visto a una muchacha remota y blanca, trabaja encontrando sueños y, mientras trabaja, sueña. A veces la encuentro perdida entre las rutas de su corazón o los espacios virtuales de una sociedad incomprensible. Como otros de sus colegas, atesora con discreción, el transcurso de su intimidad. A veces, la observo dibujar transcursos, furtivamente, entre las posibilidades de los títulos de un libro, a veces, arrastrada por el magnetismo sideral de su propios sueños, la veo navegar en los espacios, humana y delicada, sensual, inaccesible.
Yo sé que hay varias estrellas escondidas entre los anaqueles y los libros, empleados, lectores, vigilantes, directores, vagos, soñadores. Yo sé que allí existen fuegos secretos, informaciones contenidas. Conozco a un poeta y teórico alemán, a una delicada poetisa en francés, a la bibliotecaria remota y blanca. En un mapa, yo sería brújula que identifica la ruta de sus luces.
El poeta alemán tiene el pelo largo y trata de esconder la vista. Quizá teme que un lector le robe los pensamientos y se descubra su calidad de prisionero. Para mantener la libertad de sus sueños los atesora. Y los ojos, compuerta de las Tres Almas, pueden permitir la fuga. Por eso evita el encuentro con los ojos de los anónimos lectores numerados. Por que a veces, en una biblioteca, para los administradores, cada lector es un número, una credencial, un usuario de derechos, un roedor de los servicios, un ladrón de intimidades.
La poetisa quebecois parece dura como un soldado. Tiene la mirada fría, la ceja despiadada. Pero cuando se pasa del prólogo se nota que le tiembla el alma, entre las vibraciones de su nerviosismo, es una caracola muy fina de ternura. Diría que es más sutil que el polvo que cubre las alas de las mariposas, más luminosa que los pétalos de una rosa, más pequeña que una margarita. Y, sin embargo, finge ser una escultura de acero blanco.
La bibliotecaria remota y blanca es una bandida. Desde su torre de mármol roba pensamientos, atenciones, corazones. Dedicada a su trabajo navega como un tierno corazón de papel en el océano Pacífico. Sus ojos son los ojos más cercanos a la Luna, su cintura es un tesoro escondido en una torre medieval, por la que luchan los guerreros de las letras. A veces luce tan hermosa y distraída, que prohíbe cualquier lectura, secuestra los sueños, se apropia de mi respiración y sus acentos.
Yo camino entre los libros de pino, o entre los pinos impresos. Muy cerca me rodean las aguas, la legislación, los reglamentos, el silencio obligatorio. Con suavidad subo por las escaleras canadienses y miro con cuidado, soy El Coyote Mitológico del Sur.
Mi nariz húmeda y negra, detecta el reto de los aromas veraniegos, el secreto que navega entre la brisa, el íntimo perfume que parece inadvertido. Mi suave pelo es una centella entre los tomos y a veces, como desde hace miles de años, capturo, de repente, el corazón mismo de lo inesperado.