BOLIVIA CLAROSCURA, por Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Bolivia Claroscura

Artículo por Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Los héroes paternos Se dice en la familia que aquel cuyo nombre se ubica en
uno de los cuatro lados del cóndor de la plaza principal,
entre los héroes cochabambinos, Manuel Ignacio Ferrufino,
nació en Tarata. En la galería de notables de este antiguo
pueblo-ciudad está su retrato. Y en su rostro puedo hallar
rasgos de mi padre, del tío Hugo y de otros miembros
familiares. Tal vez aparezcan en mí, cuando los años me
equiparen con sus años y la piel se me caiga de a poco.

En la acera este de la plaza, tapada por un carrito de
dulces hay una placa que recuerda el lugar del fusilamiento de
Mariano Antezana. Ahí, no sé si precisamente en el metro
exacto, pero sí donde alguna vez se ubicó un restaurante
llamado El Horno , ejecutaron a mi antepasado.

El día anterior había sido sangre de mujeres. En la
colina, no lejos, Goyeneche embebió a sus soldados de licor de
hembras. La muerte, hembra también, no había tenido piedad con
sus hijas. Entre las muertas estaba Manuela Josefa Saavedra,
esposa de Manuel Ignacio. Aquel 1812, ella y su esposo se
matrimoniaron bajo la luna de miel que se había vuelto roja
por orgullo de España.

Manuel Ignacio Ferrufino fue atrapado el día posterior de
la masacre y fusilado.

El arequipeño se bañaba en sangre. Le habían dicho que
así conservaría la plenitud de sus virtudes, para siempre. En
el Desaguadero, fue cruel con las tropas de Castelli; en
Cochabamba, creyó que cortando cabezas mujeriles la piel se le
pondría blanca. Ya no está la torre desde donde miraba a la
ciudad. En un lugar de la Chimba no queda rastro de ella. Pero
su diabólico fantasma aún hace sonar el catalejo que lleva.
Desde el fondo de las chicherías de largo patio se lo oye
pasar como reloj de metal. Dicen, decían los viejos, que ahí
pasaba Goyeneche buscando su torre.

Lo duro ea sin par Anita, que fue esposa del
desgraciado Pedro Blanco, presidente de días. A ella la había
marcado la tragedia de los antecesores, como me marca a mí, a
pesar de que me oculto en las grandes ciudades de la
modernidad y nadie sabe dónde vivo. Tengo detrás el espectro
del arequipeño, cargado de sables y balas para asesinarme.

Pero no podemos borrar el pasado. Debemos aceptar que la
distancia temporal de los hombres es sólo nominal. Cuando lo
trágico ha sentado sus bases en un lugar, la historia
desaparece; todo se reduce a un cambio de escenario y de
actores. Y ni los brujos de Coña Coña que absorben el oscuro mal
de nuestras cabezas, y lo mezclan con alcohol y coca, y corren a
la noche afuera para botarlo a un agujero del que ya no salga
más, podrán evitarlo.

Son las siete de la mañana, diciembre del 96. El oráculo
chino, a principios de año, me había predicho meses de
impresionante triunfo. Sugirió un tiempo feliz. Pero ahora estoy
tan triste y tan solo como los judíos que cantan su diáspora sin
fin en el tocadiscos. Quizá ellos me entenderían, desde la
penumbra del lodo ruso, desde donde los acosan sus innombrables
fantasmas, Dios entre ellos, que me alcanzaron, por otro lado,
también.

Hablaba de Manuel Ignacio y termino hablando de mí. No es
casualidad, lo único que hicimos fue cambiarnos de traje en un
teatro sin término. El Tambor Mayor Vargas, comandante de
republiqueta, sin mencionar su nombre, dice de él. Y cuando lo
hace, montado y huido a diario, siento que a donde vaya me
perseguirán estas muertes, los eucaliptos de Ayopaya, la
desolación de Falsuri, los lanceados, apedreados, decapitados.
Quizá tenga que pedir a España la razón de mi tristeza, el origen
de mis sangres que me hacen ser uno a cada instante, uno
diferente cada día. Y yo sin saberlo, aprendiéndolo cuando ya
algo malo ha sucedido. Y repitiendo los supuestos errores de
todas mis raz de la rama de Gregorio Murillo Gáez. Una muerte más
que se agolpa en los estantes de la memoria. La historia ha
trillado el relato demasiado, la historia decora. Nadie nos
pregunta a nosotros, dueños de su sangre, cómo vemos el asunto.
Responderíamos que no lo vemos, en realidad, sino que lo
sentimos, pero no como la gloria que nos eleva por sobre los
demás, un rasgo distintivo que nos hace más valientes o más
audaces; vive en nosotros igual a un homúnculo kafkiano que
observa el exterior desde su torre enrejada. La sangre de
nuestros personales héroes martirizados pugna por salir de
nosotros como un Golem, por huir y desmantelar la vida que ha
permitido, y permite, habitar la tierra con violencia. No perdura
el héroe, en sus hijos, pleno de sangre rebelde. Vive, sí, pero
con la tristeza del que ha visto en carne propia lo insulso de la
muerte.

Y la certeza del absurdo que significa matar o ser muertos,
de que jamás podremos sentarnos entre todos a conversar, nos
obliga a nosotros, hijos o nietos de héroes, a buscar una sombra
donde no puedan encontrarnos, donde no quieran que del fondo de
nuestro corazón reavivemos la intensidad, lucidez y valor de los
viejos, queridos muertos.