VLADY, pintor ruso y mexicano
Por José Luis Colín
“Mi primer encuentro con Vlady… hace memoria Colín, “… fue de verdad emocionante, aunque lo cierto es que pasó mejor dicho como un sueño o una alucinación etílica, pero también por lo mismo pudo ser catastrófico tanto para mí como para él. Y es que se me ocurrió hacerle una entrevista para el suplemento cultural con el cual colaboraba por esa época, La Onda, del diario Novedades, coordinado por don Jorge Deangeli. Por ser el motivo el mural que entonces pintaba en los espaciosos muros de la Biblioteca Lerdo de Tejada que está allí, en la calle de República de El Salvador -entre Isabel la Católica y Bolívar-, ese fue lógico, nuestro escenario… pero montados los dos sobre un andamio bamboleante de tubos de metal y a casi tres metros de altura. Según nos movíamos, o más bien yo bajo los efectos de no sé cuántos tragos de marranilla, el precario andamio rechinaba y crujía… Y curioso, pero yo me reía y el maestro ruso-mexicano me festejaba… Este momento dio pie a una larga y fructífera relación de tres décadas, hasta la fecha de su deceso.
En el casi inmenso recinto de lo que fuera un templo, con sus muros de varios metros de alto y de largo y de ancho, que serían cubiertos por un exhuberante y estallante mural que Vlady pintaría a lo largo de los sexenios de Luis Echeverría y José López Portillo, nos acompañaba su equipo de ayudantes, jóvenes pintores entre los cuales se contaba a José Napoleón, Josué (quien años después y pese a ser un excelente pintor, renunció al mundillo del arte, para dedicarse al oficio de pastor protestante en la frontera Norte) y Emilio Monteagudo.
Contra todo mal augurio derivado de la situación, nuestra entrevista resultó afortunada, en buena parte debido a que el andamio no era todo lo frágil que parecía, pero también a la paciente tolerancia de quien además de brillante muralista era con estilo de muy barroca elocuencia, un persistente y agudo crítico de las condiciones en que se desarrollaban no sólo las expresiones estéticas, sino de igual modo las condiciones sociales y políticas del país. Como sería de esperarse en quién era hijo nada menos que de uno de los principales teóricos troskistas (después de Trotski), en los años 30, Víctor Serge.
Al día siguiente, tras entablar la difícil tarea de desentrañar lo congruente del torrente verbal que Vlady acostumbraba soltar cuando se trataba de opinar sobre un tema de su interés, descubrí no sólo al artista de clásica formación renacentista, exigente hasta la médula en cuanto al dominio técnico del instrumental pictórico, sino también al hombre de dignas convicciones humanistas y una gentileza fraternal hacia todo al que consideraba como su amigo o su camarada. Por otra parte, su vanidad (la natural o normal en cualquier artista con autoestima) no excedía los límites de lo soportable. A tanto que un día nos sorprendimos mutuamente. Yo, al decirle con plena franqueza, y después de mirar una serie de pinturas de caballete, maestro Vlady, disculpeme pero me gusta con mis amigos ser sincero, y yo, creo que usted no es pintor de caballete. El pequeño formato, o sea sus cuadros me dan la impresión de ser más bien fragmentos, detalles de sus obras mayores, ya sean sus murales o sus “telones” (y recordé los que había expuesto en Bellas Artes)”.
-Ah que maestro Colín… -me respondió con una sonrisa igual de franca- usted no se muerde la lengua… ¿y sabe qué…? Puede que tenga razón…
Con el tiempo Vlady fue uno de los mecenas que he debido conseguir, para sobrevivir como el poeta que se debe ser. Si es posible, entregado en cuerpo y alma a su oficio… sin importar lo que el adocenado imaginario colectivo conciba acerca de lo que y no es, trabajo “productivo”.
En todas las ocasiones que lo necesité para hacerme de algunos centavos que no fueran producto de planchar la dignidad con las nalgas o cuadrándose lambiscón ante los idiotas con poder, Vlady gustoso y sin resquemor alguno, me tendió con amplia generosidad su mano… y su obra.
Recuerdo la última ocasión que lo visité, cuando él y su esposa doña Isabel vivían ya en Cuernavaca. Tras los momentos consabidos de mi presentación, sin más le espeté mi petición de una de sus obras, con la cual me ayudaría a salir un rato de la pranganez en que me debatía por entonces. Al escucharme doña Isabel, su esposa, me dijo con un tono un poco de reproche, “pero maestro Colín… creo que ya le hemos regalado algunas piezas, antes…”.
“Espere doña Isabel -respondió Vlady de inmediato- esto es algo que debo resolver con el maestro Colín… A ver, véngase por acá… maestro”, y me tomó del brazo llevándome al fondo del jardín interior de su casa, donde se hallaba su estudio, un inmenso galerón de cinco metros de alto por no sé cuántos de ancho y largo, pero que era realmente enorme. Muy conveniente, para el tamañp soberbio de sus obras principales, sus murales y/o telones. “Maestro Colín no tome a mal lo que diga doña Isabel… Usted comprende que como esposa del pintor, es la que protege sus intereses. Porque imagine si yo regalara obras a todos los que vienen y me piden, que son muchos, nunca acabaría o no me alcanzarían. Pero yo creo que usted se merece la ayuda que le podamos dar, ¿y sabe por qué? No sólo por ser mi amigo, sino porque para mí usted es un poeta de verdad…”.
Si vieran qué bien me sentí. Sobre todo por venir aquellas palabras del pintor Vlady, cuya fama como crítico bien ácido era proverbial. Así que sin hacerle más al cuento, ese día salí de su casaa como siempre o algo más, pues me obsequió además de uno de sus grabados una pintura abstracta al óleo, cuya venta remedió en algo mi paupérrima situación de aquellos días.