Mujer de sangre azul
Cuento por Gonzalo Martré
Dagoberto laboraba como vigilante diurno en el Plantel 1 de la Preparatoria de la UNAM, su trabajo consistía en estar ocho horas en la puerta de entrada oyendo la radio y, ocasionalmente viendo pasar a los alumnos. En dicho plantel no era necesaria la identificación para entrar, por eso se aburría. Tan sólo en algunas ocasiones se presentaban problemas, por ejemplo en la “quema del burro”, y entonces recibía órdenes de pedir credencial a todo aquél con facha de alumno que pretendiera acceso.
En la radio oía alusiones a reyes (Inglaterra, Países Nórdicos, España, Bélgica) principados (Mónaco, Luxemburgo) y sus respectivos duques, marqueses y demás nobles. Dag estaba casado con una mexicanita joven y de no mal ver, con todas las características de la raza de bronce, la cual era auxiliar de intendencia en la dirección del plantel. Dag fantaseaba alrededor de un encuentro fortuito con alguna princesa de sangre azul, ilusión alimentada año tras año, infructuosamente, porque al plantel llegaban alumnas prietitas en un noventa y cinco por ciento; el resto, de origen alemán por estar ahí cerca una colonia de teutones, bien podía pasar por nobleza germana, pero ninguna llevaba el von, y una vez entrado en pláticas, resultaban todas hijas de comerciantes o empleados sin ningún vínculo con la nobleza europea.
Entre las maestras había una con porte de princesa, guapísima además de nombre Larissa. Dag alimentó la creencia de una noble estirpe, hasta que cierto día la linda Larissa tuvo un pequeño accidente a resultas del cual sangró de uno de sus delicados deditos de la mano izquierda. Dag contempló desolado, como fluían algunas gotas de plebeya sangre roja. Aquel vil color lo convenció del origen vulgar de su admirada. “No basta la prestancia de princesa”, se repetía Dag incansablemente, “es condición indispensable tener sangre azul”. Es de advertirse que Dag creía dogmáticamente en la existencia de la sangre azul, y como Larissa mostraba algunas finas venas azules en su grácil cuello de cisne, Dag había deducido el alto linaje de su cuna.
Rechazaba toda lectura donde no interviniera algún rasgo de nobleza. Las novelas de Dumás padre y Zévaco eran sus favoritas por rendirse en ellas un culto al señorío; odiaba, por las mismas razones, toda referencia a la revolución francesa. Sufrió lo indecible durante la semana dedicada en el plantel al bicentenario de dicho movimiento social y, para no hacer corajes, agotó sus días económicos y ordenó a su esposa le marcara la tarjeta cuando ya no tuvo derecho a uno más.
Había una maestra de Historia, española nacionalizada, que pregonaba descender del Marqués de Riscal en línea recta. Hermosa en su juventud, a la sazón cumpliendo sus primeros cincuenta años, gustaba de hablar con Dag de sus ancestros, entre los cuales se contaba al vitivinícolo marqués. Un día Maritonga, hipocorístico familiar, le regaló una botella de vino tinto de “su marca” y explicó a Dag durante casi tres horas su árbol genealógico. Desde entonces le mereció un respeto especial; le lavaba el coche gratis y le hacía toda clase de mandados. Maritonga le pagaba contándole cómo el tozudo de su padre había abrazado la causa republicana en la guerra civil española y cómo no tan sólo había perdido el título nobiliario, sino todo su patrimonio.
Terminado el abominable homenaje, el bicentenario, organizado por Maritonga con mucho entusiasmo y efectividad, Dag puso en tela de juicio la hidalguía de la maestra, pues consideraba impropio haber aceptado ese encargo. Incluso le entró la duda sobre el color real de la sangre maritonguesa y decidió comprobarlo.
Como en su casa abundaban las chinches, seleccionó la más vieja, que por grande sería necesariamente muy voraz, la tuvo en ayuno una semana y al lunes siguiente, al comedirse a sacar los libros del coche, disimuladamente se la pegó en el brazo. Maritonga no sintió el pinchazo, pues dos segundos más tarde se enfrascó en violento altercado con el inflexible Angel Ayala, quien ya había retirado las listas de firma de entrada. No fue difícil por ello arrancarle el acárido con un suave movimiento y guardarlo en su bolsillo. Apenas estuvo solo, sacó la chinche, la aplastó y confirmó sus temores: ¡Maritonga no tenía sangre azul! A partir de ese instante se acabaron las lavadas gratuitas del coche y los acarreos de libros, trabajos y listas que la maestra gustaba de llevar en exceso.
Comprendió que sus posibilidades de conocer de cerca a cualquier miembro de la nobleza eran muy remotas; hidalgos autóctonos no existían, turistas o empresarios extranjeros tal vez; esos y los habitantes de Europa eran inabordables, en razón de ser trabajador precarista universitario.
Al comenzar un nuevo año lectivo se le acercó una estudiante de recién ingreso, de nombre Chelito, y le preguntó qué hacer para cambiar de turno, pues la habían mandado al nocturno y deseaba el matutino. La chica poseía unos ojos verdes iridisados y enmarcados en unas cejas negras que contrastaban con su pelo castaño y su piel apiñonada. Su habla era muy lenta, su voz dulce y sus palabras convincentes. Chelito estaba pasada de peso, gruesa, sin llegar a panzona, pero para Dag poseía un atractivo muy personal, pues él se pirraba por las mujeres velludas, y Chelito lo era. No como Yextla, su mujer, quien ostentaba profusión de vellos en antebrazos y pantorrillas, vellos negros gruesos y muy visibles, característica de la mayoría de las velludas del plantel; los vellos de Chelito eran güeros y muy finos, mas bien una delicada pelusilla que le cubría antebrazos, pantorrillas y hasta le marcaba un casi invisible bozo sólo perceptible por el reflejo de la luz solar. Chelito también poseía un trasero prominente, pero dicho atractivo pasaba a segundo término para Dag. Chelito lo fascinó al instante de conocerla, por la belleza sedosa de su pelusa cutánea.
Los cambios estaban restringidos permanentemente; se les otorgaba a quienes demostraban vivir muy lejos, Mixquic o Chalco, por ejemplo, y de preferencia a estudiantes mujeres menores de quince años. Chelito reunía los requisitos, era de Chalco y todo lo que debía hacer era solicitar su cambio y esperar. Dag mismo la llevó con Alex, conmovido por su situación, pues, u obtenía el cambio o perdía la inscripción. Pero el caso de Consuelo no era el único, y a ella se le había ocurrido solicitar otro turno en la última hora del último día del plazo. Insistió y perseveró, hasta que se hizo bien conocida en la dirección del plantel. No importunaba, sólo dejaba diaria constancia de su presencia, limitándose a tejer con gancho. Las secretarias sospecharon que Chelito tejía chambritas, pero de sus manos salió una bufanda de multicolor trama complicada. Fue la última de la lista de espera, pero obtuvo el anheladísimo cambio de turno. Alex recibió la vistosa bufanda de hilo imitación seda, la cual lució ese invierno.
Mas Chelito no entraba a clase, Dag la veía comiendo garnachas en los puestos, tejiendo y platicando con algunos amigos, o bien sentada en la rosaleda central del claustro, durante toda la mañana, sola casi siempre y sin libros, tan sólo su tejido en la mano, junto a su bolso, del cual salieron mascadas, pañuelos y prendas menores obsequiadas a compañeros, maestros y empleadas. Tejió una chambrita, pero para la esposa de Dag, quien había anunciado su reciente embarazo. ¿Para eso había solicitado el cambio de turno con tanta insistencia?
El plantel poseía los más hermosos jardines de toda la Escuela Nacional Preparatoria. Ya en plena primavera, e intrigado por la actitud de la estudiante, cierta vez que la encontró sola, Dag no resistió el deseo de conocer la causa de su extraño comportamiento y ocupó lugar junto a ella:
-¿Por qué jamás entras a clases, Chelito? Vas a reprobar el año, porque a estas alturas, no lo salvarás.
Chelito no respondió, pero se puso nerviosa, pues bien comprendía el reproche. Inadvertidamente jugueteó con la planta que tenía más a mano, un rosal.
-Le quitaste el lugar a otra chica que lo habría utilizado mejor que tú.
-¡Uch! –exclamó Chelito al pincharse dos dedos con las espinas del rosal. Instintivamente se llevó los dedos heridos a la boca y, para asombro de Dag, la sangre que goteaba de las gordezuelas yemas… ¡era azul! Dag le tomó la mano herida, pero Chelito hizo el intento de retirarla. Forcejearon, Chelito demostró tener gran fortaleza, pues ganó la partida y ocultó su mano en la espalda. En el estira y afloja, algún rastro de sangre vertida quedó entre los dedos de Dag, que la contempló atónito:
-¡Eres de sangre azul! – Exclamó alborozado por el feliz hallazgo. -¡Eres noble! –afirmó ya con respeto y casi inició una reverencia de pleitesía. Ella permaneció muda.
-¿De qué noble familia desciendes? ¿Príncipes, duques, barones?
-Mi madre fue italiana –musitó ella, sin temor a ser objeto de ludibrio.
Dag suspiró; al fin, al fin una noble de verdad, no de pacotilla, a su alcance; ¡increíble, podía tocarla sin que se deshiciera entre sus dedos!
-¿Permites que te llame alteza?
Sólo cuando estemos a solas –consintió la princesa Chelito.
Dag canceló el interrogatorio. Una princesa hace lo que le pluge y no tiene porqué rendir cuentas a nadie. Desde ese día surgió una gran amistad entre ellos. Platicaban a solas constantemente, hasta que la esposa de Dag fue informada por una alma piadosa de los supuestos devaneos de su marido. Vinieron las explicaciones y a continuación Yextla fue obsequiada con chambritas, zapatines, guantecitos y demás vestuario del futuro recién nacido. Eran tan bonitas, tan finas las prendas, que Yextla prefirió ahuyentar los celos.
Su Alteza, por supuesto, no aprobó una sola asignatura, pero no desertó del plantel, se reinscribió en cuarto.
A medida que el embarazo de Yextla avanzaba, Su Alteza se ponía más y más taciturna. Comenzó a tejer una capa negra con elaborados arabescos de hilo plateado, para su vasallo.
La admiración por la pelusilla cutánea y su reverencia a la alcurnia, se transformaron en amor. Chelito le permitía que la tomara de la mano y depositara un beso en el dorso sedosamente velludo, a modo de salutación cotidiana.
Dag no era el único poseedor del secreto sobre la sangre azul. También Arlette Ivette lo supo en ocasión de padecer Chelito una hemorragia nasal producida por una asoleada inclemente. Arlette Ivette era compañera de grupo y pasaba cerca cuando a Chelito le acometió el efluvio sanguíneo, sin estar dotada de pañuelos suficientes. Arlette Ivette se ofreció gustosa a proporcionarle unos y quedó maravillada del color azul oscuro de la sangre de su amiga:
-¿Este es el color normal de tu sangre?
-No lo es –mintió Su Alteza- no sé por qué sale de este color.
-Tendrás alguna enfermedad rara. ¿Quieres vayamos a ver al doctor del plantel?
-Ya se me está pasando –denegó Chelito, y en efecto, la hemorragia bajó a la fase de goteo y a poco desapareció.
-De todos modos tienes que ver a un médico. Este color no es normal.
-Te prometo que lo haré, Arlette –dijo, y después de hacer una bola con los pañuelos sucios, los arrojó al cesto más próximo.
-Mejor me voy a mi casa –decidió Chelito y pausadamente, como era su costumbre desplazarse, caminó hacia el portón, se detuvo un minuto en la caseta de Dag y salió. Arlette Ivette hurgó en el cesto, sacó la bola de pañuelos de papel, comprobó la permanencia del color azul y con ella fue hacia el laboratorio de biología en busca de su maestra Sorela, a quien le mostró los desechables empapados de aquella sangre de extraño color. Pintura ni tomadura de pelo era, la maestra se intrigó y prometió investigar.
La prenda avanzaba y el amor de Dag paso a la pasión física. Del beso en la mano, respetuosamente besó los labios de Su Alteza. Ella lo consintió, pero no lo compartió.
La capa casi estaba terminada, las pruebas de talla fueron un magnífico pretexto para abrazar a Su Alteza, quien dejaba hacer, pero no correspondía.
De hombros, la capa negra estaba bien. El vuelo perfecto, la caída impecable, cintura un poco estrecha y tal vez excesivo largo porque le llegaba a los talones. Dag insistía en verse al espejo, pero Chelito argumentaba que le faltaban detalles. El día que la trajo con la botonadura montada, ella le sugirió a Dag probársela a solas, sin la posibilidad de una interrupción.
-¿Le parece bien el gimnasio, Su Alteza?
El Gimnasio era un lugar ideal porque no estaba concluido. Desde hacía cinco años no pasaba de la obra negra e incluso fue tapiado para evitar su conversión en refugio de pandilleros y viciosos. A la sazón servía de bodega de materiales de construcción, y Dag consiguió con el residente de obras, permiso y llave de la puertecilla de acceso.
Era uno de esos frecuentísimos días en que Yextla faltaba amparada por la figura sindical de “cuidados maternales”; la pareja esperó pacientemente hasta las dos y media de la tarde, momento en que el plantel se hallaba semivacío. Nadie vio cuando entraron en el enorme casco deteriorado. Ella paró exactamente en medio de la desolada superficie gris de la futura cancha de baloncesto y ordenó:
-Quiero que te pruebes la capa completamente desnudo.
-Será como manda Su Alteza.
Dag hizo un streap tease lento, teniendo a Su Alteza a medio metro con la capa doblada.
-Supongo que Su Alteza también se desnudará –adelantó Dag.
-Supones bien, Dag; primero te pondré la capa. –Su Alteza no prestó atención al cuerpo desnudo de su admirador y vasallo, delgado, duro. Dio tres pasos y se colocó detrás de él; desdobló la prenda y la echó encima de los hombros masculinos, luego abotonó el cuello y un par de grandes botones dorados hasta juntar las orillas.
-No te muevas, Dag. Voy a desnudarme- anunció con una voz extrañamente cambiada, como el piar de un pollito perdido.
Naturalmente, Dag obedeció la orden. Ella se desvistió sin prisas. Aquel vello abundante en brazos y piernas que enloquecía de deseo a Dag, finísimo vello claro, resultó estar también en todo el cuerpo, tupiéndose en el pubis, donde no era de color uniforme, sino de matices iridisados como sus ojos. Su Alteza se encontraba a unos tres metros de Dag. Comenzó a avanzar, Dag fijó sus ojos hipnóticamente en las pupilas de ella, sin ver otra cosa, esperando vehemente, con codicia, el momento del contacto de su erecta virilidad con aquel plumón iridisado: con certeza todas las damas nobles de sangre azul eran suave, acolchadamente velludas, una y otra característica se completaban, de ahí esa fuerte fijación por ellas. Así meditaba y no advirtió una rápida metamorfosis que se operó en Su Alteza a medida que avanzaba, palmo a palmo; sus extremidades enflacaron y su abdomen se abombó; el recinto se convirtió en el gimnasio en el que se suicidan los fantasmas después de jugar al baloncesto entre sí, el gimnasio desnudo llamando a su propia puerta y llamando con todo su negro cielo “velluda, dijo ella, velluda, más velluda que tu esposa”. Dag esperaba un beso y lo recibió; un beso enfebrecido y loco como los de Catalina la Grande, profundo y duradero como los de la reina Victoria. Nunca supo si fueron minutos o fueron horas transcurridas durante aquel regio beso abrasador.
* * *
A las dos de la tarde, Yextla le dio su papilla de manzana al bebé, lo baño y se le ocurrió de repente ponerle la única prenda que medianamente le venía entre todas las regaladas por Chelito: un mameluco. Luego durmió. A las cuatro de la tarde debía llegar Dagoberto, pero no apareció. A las cinco decidió comer sola, con la certeza de que su marido habría aceptado una de las frecuentes invitaciones a beber, provenientes de los borrachotes de sus compañeros de trabajo los cuales nada tenían de nobles, bien vulgarcitos eran, sobre todo el fotógrafo Raúl y el multicopista Caruso. A las seis, extrañada de que el niño no despertara en demanda de biberón, fue a verlo.
Por toda la casa resonó el grito de terror que exhaló, antes de desmayarse, pero nadie la oyó porque se hallaba sola.
* * *
A las ocho de la noche, empavorecida y demente habló por teléfono al plantel, pero no localizaron a su marido. No, su tarjeta no tenía marcada la salida. A las diez de la noche, hora de cerrar el plantel, la tarjeta permanecía sin marcar.
No fue Yextla, sino una pareja de agentes judiciales la que se presentó a preguntar por Dag a las seis de la mañana. La tarjeta tenía marcada la entrada, luego Dag debería estar en el plantel. Sin embargo, nadie lo había visto llegar. Contrito, Felipe, el coordinador de prefectos, gran amigo de Dag, confesó haber marcado esa tarjeta. A las ocho se le voceó insistentemente por el sonido local, Dag no apareció. A las diez de la mañana, el joven ingeniero residente de obras subió con la jefa de unidad administrativa y confesó el préstamo de la llave del gimnasio.
A las diez quince, un cerrajero abrió el gimnasio. A las diez y diecisiete, los dos judiciales hallaron a Dag momificado, reseco como un palo muerto, desnudo y envuelto en una prenda de seda negra tejida a mano, que en la espalda tenía el dibujo en hilo plateado, de una telaraña; una baba fina, brillante y fétida cubría el bulto.
-¡Dios nos guarde! –exclamó el más joven de los dos agentes- ¡murió igual que su hijito!
-Pero el niño no tenía esa asquerosa baba- diferenció el otro agente.
Todos los presentes se santiguaron.
* * *
Exactamente a esa hora, no lejos de ahí, la maestra Sorela explicaba a Arlette Ivette:
-Lo que me trajiste es sangre, es cierto, pero no humana, sino de arácnido. La sangre de los arácnidos, como la de otros grupos del reino animal (límulos, algunos crustáceos y moluscos), no es roja, sino azul. El pigmento que vehicula el oxígeno es la hemocianina, una proteína que contiene cobre, y no la hemoglobina, que contiene hierro.
Lo que me sorprende es el volumen de la muestra que me trajiste. Cada araña posee unos ocho milímetros cúbicos de sangre. ¿A cuántas remoliste para traerme esa muestra?
-A ninguna, maestra Sorela. Salió de la nariz de Chelito, yo lo vi, yo le presté los pañuelos.
-Entonces, tráeme a esa Chelito, es un fenómeno. Debe ser peluda, panzona, nalgona y con ocho patas flacas, como ésta, la Eurypelma californicum- dijo riendo la maestra, a la vez que ponía delante suyo un ejemplar disecado de la especie nombrada.
Arlette Ivette sonrió forzadamente, al recordar en el acto el primer apellido de Chelito, citado por los maestros cuando le pasaban lista: Euripel.
-Si, maestra Sorela, se la voy a traer.
Chelito Euripel Tarantella dejó con Alex un sobre cerrado para Arlette Ivette, antes de desaparecer para siempre del plantel. Cuando la destinataria lo abrió encontró una reproducción de Fotographie de Man Ray, que representaba a una mujer desnuda cuyo sexo era el centro de una telaraña. Arlette Ivette no era muy lista y no entendió el mensaje.
Yextla se cree madame Du Barry, sigue trabajando en el Plantel 1, donde todos la llaman Milady Yextla, desde que le dio por invocar al finadito como “mi rey”, prendiéndose además, diademas y coronas de bisutería.