SANTOS ALBARRÁN, cuento

Santos Albarrán

Cuento por Hugo van Oordt Huldisch

Cuando Carlos estacionó el coche en el garaje ya había dejado de llover. Subió apresuradamente la escalera que conducía a su despecho, extrañamente sin saludar a nadie. Aquel era el lugar donde se apartaba del mundo, de los problemas de la fábrica, para tomarse un trago, prender su inseparable pipa, leer el periódico o escuchar música. Una biblioteca cubría la casi totalidad de la pared del fondo y desde la ventana se podía divisar el jardín, cuidado con delectación por las manos de María, su esposa. Después de quitarse el saco y aflojar el nudo de su corbata, Carlos se reclinó en el sillón giratorio y respiró profundamente. Se le veía extremadamente cansado.

3

Poco antes de salir del trabajo había recibido una llamada inesperada: “¿Qué diablos querrá el curita para hablar conmigo así de urgente?” Seguramente una nueva diablura de Manuel.
El periódico abierto en las páginas policiales daba cuenta de la aprehensión de una banda de delincuentes juveniles, que pocos días antes habían asaltado un restaurante. Entre los capturados figuraban un joven de ascendencia croata y otro, a quien apodaban “Elvis” por su asombroso parecido con el renombrado “Rey del Rock”.

—Su aprovechamiento es más que bueno —reconoció hipócritamente Armel no bien estuvo frente a él— pero su conducta mi querido señor… ¡Incorregible! Se burla de todos y de todo, reniega de la fe cristiana… grita irreverencias.

Carlos lo escuchaba atento mientras pensaba: “Mi hijo es un rebelde, pero su rebeldía es producto de su edad. María dirá que yo soy quien se la fomenta y no le falta razón”.

—Hasta llega a afirmar que las transmutaciones —continuó quejándose Armel— no cambia la naturaleza de las cosas, que cuando Jesús les dijo a sus discípulos: “He aquí mi sangre” los muy borrachos se pusieron contentos porque Dios les daba patente de corzo para emborracharse hasta el día de juicio final: “¿Croyez-vous posible —preguntó con voz lastimera— estas tonterías don Carlos”?

—Esté usted tranquilo —le respondió sereno— prefiero un hijo como Manuel a tener un hijo timorato. ¡Voy a retirarlo del colegio!

Según Armel, mis impertinencias habían llegado a extremos casi insoportables. Indignado le contó que esa misma mañana, había cambiado el vino por vinagre durante el Santo Sacrificio de la Misa.

Carlos en el fondo estaba satisfecho. Me había dado siempre la opción de escoger y en esta oportunidad —según sus propias palabras—, “yo había escogido hacerme hombre, manifestando con hechos mi forma de pensar aún sin medir las consecuencias”.

—Ya estoy cansado de tanta vaina y tanta hipocresía papá, te hablan de caridad y desprecian a los humildes. Le dije y pasé a narrarle lo acontecido con Natalio, mientras mi padre daba un corto paseo por la habitación.

—Debemos de respetar la forma de pensar de los demás —me dijo reflexivo cuando terminé— tu madre por ejemplo es católica practicante y no por eso deja de ser una buena mujer, ¿verdad Manuel?

—El Cristo que yo me imagino —le respondí ignorando su comentario para no agudizar las contradicciones familiares— debió ser amable con la gente que lo seguía, pero muy enérgico con los traficantes de la fe. ¿Recuerdas papá lo que pasó en el Templo? Yo no he venido a traer la paz sino la guerra, les dijo a los escribas. Él había venido a arrojar fuego sobre la tierra y no podía esperar otra cosa sino que se incendiara.

Conversamos un rato más sobre Carmencita la gordita de la naricita respingada y las chicas del barrio, y escuché con atención como los cristianos del siglo cuarto, adaptaron a sus propios fines el modelo político y militar del Imperio Romano, en busca del apoyo y el reconocimiento oficial.

—El cristianismo con Constantino —me dijo— dejó de ser una secta perseguida para convertirse en una religión institucional, donde convirtieron a Judas en un traidor y a la Magdalena en puta.

Poco después, el mundo mágico de los quince años con sus fiestas de rock y los romances escolares, me parecieron francamente estúpidos. Andaba realmente azofra y me aventaba sin bandera contra todos.

—¿Por qué —me preguntó mi primo “El Gordo”— andas hasta de noche con anteojos para el sol y no te quitas ni para dormir ese sombrero todo arrugado además de llevar en el bolsillo posterior del blue jean una mulita de pisco bastante mal disimulada?

—Estoy cansado —le dije— del trajecito copiado de las revistas gringas y las poses de James Dean que algunos cojudos imitan de mal forma y estoy también hasta las güevas de los ponchos. El baboso de Pepe dice que cuando se los pone se siente más peruano. ¡Valiente puta!

Nuestros campesinos usan poncho en los Andes por el frío, pero usarlos en Lima con el calor que hace, me parece una redomada cojudez.

Ya me había llegado al güevo la gordita de la naricita respingada, porque desde hacía varias semanas me salía con el mismo cuento.

—Discúlpame Manuel, hoy no me dejan salir… y pasa tómate un tesito, sin que se separe de nosotros el mocoso metiche de su hermano sin dar langa para una chapadita o paleteada.

El otro día le metí una patada suavecita y el muy maricón no paraba de llorar como si le estuvieran arrancando el pellejo a tiritas, y la Carmen saliendo en su defensa con una cara de bruja que para que les cuento. ¡Cretina! ¿Qué se creerá? ¡Ni que fuera la mamá de Trazan o Rico Mac Pato defecando en bacinica de oro!

Estoy medio asado, incómodo molesto o fastidiado con la tía Beatriz, pues desde aquella vez en que me vio calato, dice que soy un degenerado. Lo que pasó es que no me dio tiempo para explicarle que por error me senté en un hormiguero y las malditas “formicus ladilelus” —más conocidas como hormigas concha de su madre— me picaban el culo. No me quedó de otra que quitarme toda la ropa y cruzar la sala en pelotas, como mi mamá me trajo al mundo.

Cuando bajé después de bañarme y de exterminar la última marabunta, ella ya se había ido, indignadísima, como si nunca hubiera visto un hombre descubierto.

Al único que le causó alegría como siempre fue a mi padre, que no paraba de reír sin importarle las criticas de mi madre ni sus gritos de: “Carlos lo estás malcriando”.

Mi strip tease se convirtió en la comidilla obligada de los amigos de papá que me interrogaban maliciosos. Hasta que una tarde se desató una algazara generalizada cuando para sacármelos de encima afirmé que Beatriz no regresaría por temor a la víbora.

La verdad es que estoy contento de que no vuelva esa zambita mamarrachenta con aires de pituca, porque la muy infeliz sólo se dedica a criticarme. Ya me tiene con un güevo hinchado y el otro por reventar.

—Que descaro de Manuel —chismosea— presentarse a la fiesta de Nancita, acompañado de esa negra con culo de repisa. ¿Qué no daría ella por tener siquiera la mitad del poto de Roberta? A la que no reconoció porque la muy analfabeta no lee ni el periódico.

Cualquiera sabe que Roberta es la capitana de la selección de voley juvenil.

¿Y qué decir del tío Frank? Que salió con aquello de que nuestra familia es descendiente de un ilustre navegante holandés que durante la Colonia acodó su carabela en la costa de Chiclayo.
Y que inmediatamente, sobre el pucho, me arranco hasta la avenida Abancay, allí donde queda la Biblioteca Nacional, para llenarme de polvo y de polillas, hasta encontrar un grueso tomo de Historia de Holanda. El ilustre navegante no resultó ser otro que “El Barracuda”, terrible pirata, asaltante de barcos y violador de mujeres.

¡Que ladren Sancho, que ladren!

—“La Pollo” es más puta que una gallina. Comentaba “El Gordo” en mi presencia para herirme cada vez que tenía oportunidad.

No es cierto que sea un pingaloca, ni un fornicador compulsivo. A mi no me costaría nada calentarme con ella y salir en vuelo directo y sin escalas a la tierra de Cantinflas —como llamaban al barrio rojo de la avenida México— pero “La Pollo” también tiene su corazoncito.

Era cierto que ella chapaba con todo el mundo —tanto así que las malas lenguas afirmaban que le habían dado hasta por las orejas— pero yo era su preferido.

—Imagínate —le contesté a “El Gordo”— que piensa dejar la collera de pampas, de esas muchachas libertinas que se reúnen para buscar plan, los domingos en el Cine Mariátegui, allá en Jesús María y “La Cara de Hacha” —la pampera en jefe — está conmigo hecha una furia.
Mi tendencia al aislamiento y la meditación se acentuaba día a día. Lleno de hastío busqué la soledad de los peñascos, para sentarme en las rocas de Barranco cuando la Costa Verde era un proyecto irrealizable, y había que bajar a la playa en el viejo funicular desafiando el vértigo y la altura.

—¿Por qué te aíslas de nosotros? He tenido que tirar pata como cancha para encontrarte —me preguntó “El Gordo” aquella tarde en que me sorprendió ensimismado contemplando un inolvidable atardecer.

—Mejor es estar sólo que mal acompañado —pensé.

Explicarle que poco a poco estaba perdiendo el deseo de frecuentarlo, tanto a él como a su collera de babosos, donde no había provenir alguno, habría podido ocasionar algún intercambio de golpes y hasta una inevitable ruptura familiar.

—Mira gordito —le respondí evitando dar una respuesta cabal a su pregunta— cuando creo que he vivido mucho miro el mar, observo a lo lejos parvadas de gaviotas con sus giros y desplazamientos armoniosos, estiro la mano y pruebo lo salobre de las aguas, recuerdo a González Prada cuando decía: “que los curas tienen tres cosas negras: las uñas, la sotana y la conciencia”, pienso en alguna novia, enciendo un cigarrillo y después me quito.

Era lógico que en vez de buscarlo, prefería ir a la “Cantina del Ovalo”, allá en Chacra Colorada, ese semicírculo rodeado de camiones cargueros y vendedores ambulantes que conocí durante uno de mis largos recorridos sin rumbo por la ciudad, para frecuentarla todos los fines de semana, tomarme un par de “cerbatanas bien helénicas” con Samuel sin sentir el paso de las horas y escuchar con viva atención las aventuras del viejo camionero en la revolución del treinta y dos, cuando los cañeros apristas tomaron Trujillo a órdenes del “Cholo” Tello y el “Búfalo” Barreto:

—Mantuvimos la ciudad en nuestro poder por más de quince días —se lamentaba Samuel— pero la dirigencia nacional nos traicionó.

Samuel ya apartado de sus actividades de conspiración y catacumbas, se ganaba la vida manejando un viejo camión de transporte de materiales de construcción, en el que como buen defensor del “Espacio Tiempo Histórico” —trasnochada teoría de Haya de la Torre, a la que “Don Sofo” con su genial humorismo solía llamar “Despacio Trompo Histérico”— había pintado sobre la carrocería de su carcocha un ocurrente letrero: “Soy materialista, pero no dialéctico”.

En mi búsqueda de aislamiento, solía aprovechar los quince días del descanso vacacional de medio año, para refugiarme en San Bartolo, balneario distante cuarenta kilómetros de Lima, donde mi padre tenía una pequeña casa veraniega. Creo que en aquel entonces ya casi mordía diecisiete años, cuando comenzaron a interesarme los cuentos de diablos y fantasmas.

Algunos “libros malditos” engrosaron mi incipiente biblioteca, conocí cartománticas e intrascendentes adivinas, pero lo que dio un giro de ciento ochenta grados a mis actividades brujeriles, fue entablar amistad con aquel doctor español.

“Santa María del Mar”, la playa vecina a San Bartolo se encontraba solitaria, mientras desde lo alto de un peñasco contemplaba el mar.

Al otro extremo —aproximadamente unos ciento veinte metros— un hombre vestido de negro cerrado cual si se tratara de un vendedor de pompas fúnebres, asumía la misma posición.

El nuestro, sin lugar a dudas fue un encuentro inesperado.

El extraño personaje afirmaba ser un doctor en ciencias ocultas y un incansable rastreador de mitos y leyendas.

Al observarlo de cerca, me di cuenta encontrarme frente a un individuo de una gran fuerza interior, la misma que agigantaba su aspecto. En lo físico no podía ser catalogado como un hombre ni de mediana estatura ni de talla baja; no se podía establecer si su piel era trigueña o estaba quemada por el Sol, y sus ojos que a primera vista parecían pardos, en el resplandor del campo abierto tenían destellos verdes o celestes. Era de complexión robusta, maciza en la que sin embargo se podía adivinar ligereza y agilidad de movimientos.

Santos Rodrigo Albarrán había nacido en Valverde de Lucerna, en la región Vasca de España durante la primera década del siglo. Estudió en el Seminario de Madrid y fue expulsado poco después de su ordenamiento por investigar “sectas ocultas” y por negarse a participar en una moderna persecución de herejes.

Partidario de una Iglesia al servicio del pueblo, no tardó en tener serias contradicciones con la alta jerarquía de la Iglesia Española. “Me suspendieron Ad Divinis”. —dijo, para luego explicarme que el castigo consistía en no poder celebrar misa ni suministrar los sacramentos.

Con el correr del tiempo llegó a la conclusión de que las practicas mágicas europeas no podían jugar ya un papel determinante en el comportamiento humano y dirigió su mirada hacia el Nuevo Continente, donde una concepción cósmica de la vida que se mantenía latente en las etnias apartadas, similar a los primeros grupos de cristianos, fue para él, un nuevo y maravilloso camino.

En México se había elevado hasta los más altos niveles de la ensoñación, junto con un “diablero” descendiente de brujos yaquis cuando descubrió a “Mescalito”, y ahora viajaba a tierras incas para investigar las propiedades mágicas de la “Ayahuasca”, la corteza selvática que le prometía un certero encuentro con “El Tunche”.

Viajó por tierra cruzando todo Centro América y se detuvo unos meses en Haití dispuesto de descifrar el misterio de los zombis, esos muertos vivientes que tenían una alianza diabólica con Jean-Claude Duvalier, el tirano que dominaba la isla.

Sus investigaciones sin embargo resultaron infructuosas. La policía se encogía de hombros cuando los interrogaba, los nativos cambiaban inmediatamente de conversación y los antropólogos sonreían como si tras su escepticismo racionalista se ocultaran otros pensamientos.
Santos tenía conocimiento que a pesar de la persecución del clero católico, las creencias traídas por esclavos procedentes de África seguían vigentes rindiendo culto al Barón Samedí, el siniestro señor de los muertos y los cementerios, a quienes los atribulados creyentes representaban como un hombre de elevada estatura, vestido siempre con una especie de frac negro.

En la miserable aldea de Maissade, donde conoció reunidos a los demonios de la pobreza, la ignorancia, la enfermedad y la desesperación, un hombre fue sorprendido pegando carteles con consignas en contra “el presidente vitalicio” por los tontons macuoutes —esos matones a sueldo empleados por el gobierno y apodados así por el nombre de un espantajo en la mitología criolla, que según se decía andaba por el campo robando niños y metiéndolos en un saco.

Aprehendido en tan peligrosa empresa, fue arrastrado hasta la plaza del poblado para ser clavado en un árbol donde permaneció hasta morir y dar un escarmiento a cualquier otro osado que pretendiera oponerse a “Papá Doc”:

—Aquí se gobierna con el terror. Fue su lacónico comentario antes de abandonar la aldea.

Cuando estuvimos frente a frente y después de haber cruzado algunas palabras, llegó al convencimiento que todavía existían adolescentes que podían sostenerle la mirada como si lo conocieran de toda la eternidad y tenían el descaro de llamarlo estúpido, cuando se atrevió a preguntar por la “Ayahuasca”

—Mira… yo no estoy muy bien enterado de estas cosas ni sé mucho de drogas—le respondí un tanto mortificado— pero mis patas, mis compadritos los brujos de Tocache, no le entregan la Ayahuasca a cualquier cojudo.

Albarrán defendió la corteza selvática llamándola planta mágica, sin que su elocuencia lograra convencerme, por lo que lo invité a continuar la conversación en casa.

Iniciamos el retorno caminando por el arenal, mientras el Sol se ocultaba en el horizonte coloreando las nubes con tonos naranjas y rojizos.

—Una casa sobria y elegante. Opinó Albarrán alabando el buen gusto en la decoración de los interiores, mientras que de su pequeña maleta sacó unos libros de páginas amarillentas y cuatro cirios que encendió formando un cuadrilátero en medio de la sala, para preguntarme luego si en la casa había imágenes religiosas.

—Salvo el crucifijo —le respondí— que hay en el cuarto de mi madre, en esta casa no hay cosas de ese tipo.

Como para no herir susceptibilidades, me pidió rebuscando palabras, que tuviera la amabilidad de colocar al Cristo de cabeza.

Cuando regresé, después de cumplir el satánico encargo, Santos Albarrán ya había acomodado sobre el piso algunos signos cabalísticos y vestía una túnica negra con parches y burdos remiendos, que cualquiera hubiera pensado se trataba de la bata de un boxeador fracasado.

—Todo depende de lo que uno entienda por la magia —me dijo mientras gesticulaba y revisaba libros— pero si crees que ella te dotará de poderes increíbles, has tomado un camino totalmente equivocado. Concluyendo que la exploración de esos dominios requería de diferentes facultades, y que en esencia la magia era una búsqueda que lleva al descubrimiento de uno mismo.

—Somos tantas verdades —afirmó un tanto melancólico— que nunca acabaremos por descubrirnos y esa esperanza —agregó llevándose la mano al corazón— está aquí en cada uno. Por eso nos seguimos buscando aunque sabemos que jamás nos encontraremos. Aspiramos a conocer lo ilimitado y ni siquiera conocemos los límites de nuestra propia sombra. Nuestra razón es sólo un pedazo de nosotros mismos.

Sus gestos lejos de buscar efectos dramáticos parecían bastante naturales y me hubiera atrevido a afirmar que el español estaba iluminado.

—Veo en ti un guerrero. Me dijo con cierta admiración después de tocarme el pulso y leer las líneas de mis manos.

Años más tarde me preguntaría si esto tendría algo que ver con la guerra popular, con el cercar las ciudades desde el campo, tal cual aparecía en ese pequeño libro rojo de letras menuditas, editado en China y traducido a casi todos los idiomas de la tierra.

Me habló también de los misterios grandes y chicos, perdón, mayores y menores y de cómo un mago actúa en los diferentes niveles de conciencia.

—Eres aire —me dijo cuando hablamos de los elementos constitutivos de la vida— y vas a buscar la libertad. No la tuya porque has tenido el privilegio de haber nacido libre. ¡Tú vas a buscar la libertad de los demás!

Me sentí azorado, Santos Albarrán poco a poco, mostraba más interés y admiración por mí, lo cual me parecía desquiciado.

—La magia —le respondí escéptico luego de unos instantes de meditación— no deja de ser una religión igual que cualquier otra.

La inesperada respuesta produjo en el doctor de ciencias ocultas un ataque de tos de gran magnitud haciéndole poner los pies sobre la tierra, para mentarle la madre al dictador español Francisco Franco y continuar hablando con una inspiración realmente poética acerca de la magia

—Dueña y señora del amor o del odio —continuó después de sofocar el ataque de tos de una forma a la que parecía estaba acostumbrado a hacerlo— la magia puede dar a su antojo el paraíso o el infierno, dispone a su placer todas las formas y distribuye a su goce, la felicidad y la belleza.

Conversamos un largo rato prescindiendo de toda formalidad. Escuchó con atención mis argumentos acerca de la hipocresía cristiana y sonría con oculta satisfacción al enterarse como casi había vuelto loco al cura Armel.

—El mundo sería distinto — afirmó enfático— de haber subsistido la alianza original del cristianismo con la magia. El cristianismo no debió de odiar a la magia, pero la ignorancia humana siempre ha tenido temor por lo desconocido. ¡Al fuego con los magos! Gritaban los cristianos, olvidando que siglos atrás, ellos también eran arrojados a las fauces de leones hambrientos.

Cuando le comenté que me parecía ilógico hablar de leones y de mártires, en un mundo donde el hambre y las necesidades parecían no tener cura, quedó pensativo unos instantes para luego responder:

—Si alimentas a los pobres te considerarán un santo, pero si te preguntas por qué viven ellos en la miseria, te conviertes en un maldito comunista.
Santos habló un buen rato sin que lo interrumpiera por temor a un nuevo ataque de guerra, perdón, de tos por culpa de la guerra, mientras yo contemplaba a este ex sacerdote que nada tenía en común con Armel, salvo sus caras de hombres frustrados y mentirosos.
Para callarlo en forma definitiva insistí en que tanto la religión como la magia podían ser catalogadas como primas hermanas, llenas de ritos y de dogmas.

Me quedó mirando en silencio con ojos semejantes a los un carnero a punto de ser sacrificado en una piedra ceremonial y levantándose me comunicó que se encontraba muy cansado. Con una seña le indique cual sería su dormitorio.
Permanecí pensando en él todavía un buen rato. Luego apagué las velas que Santos en su ofuscación había dejado encendidas, cuando percibí un extraño olor.

—Es necesario purificar el aire antes de acostarse y levantarse. Me dijo cuando me asomé curioso. Es preciso quemar sabia, laureles, alcanfor, resina blanca y azufre.
—Yo pensaba que estabas fumando marihuana. Le dije burlón al salir y él, como si no hubiera escuchado empezó a musitar un credo extraño.

—Creo en el infinito que el finito proclama, creo en la razón que no se debilita, creo que el dolor es un esfuerzo para nacer y que Satán es nada.

 

Ilustración por Felipe Guamán Poma de Ayala